Luces de neón

Capítulo 10. Tormenta

Señalé el hueco entre los dos coches que teníamos a menos de diez metros y él dio el indicador derecho para dirigirse hacia el lugar que le había indicado. En la zona en la que vivía no solía haber mucho tráfico y ese día, por desgracia, no fue diferente. Incluso cuando detuvo su Renault Espace negro a menos de una manzana de mi casa todavía no había asimilado todo lo que había sucedido. 

¿Por qué tenía la sensación de que cuando estábamos juntos el tiempo pasaba demasiado deprisa?

—La basílica de Santa María del Pino está aquí al lado.

Apagó el motor, echó el freno de mano y mis ojos se desviaron hacia sus manos, donde las letras japonesas de sus nudillos apenas eran visibles. Sin embargo, aparté rápidamente la mirada cuando recordé cómo acarició la piel desnuda de mis brazos aquella noche de septiembre. 

—Sí. Al final de la calle. La has visitado antes, ¿verdad?

Las luces automáticas del coche se apagaron y también lo hizo la calefacción. Hécate dormía a mis pies en su espacioso trasportín, por lo que desde el principio tuve que girar mi cuerpo completamente hacia su lado, ya que se negó rotundamente a que viajase en la parte trasera. En más de una ocasión pensé que su mano derecha terminaría apoyada sobre una de mis piernas en vez de en la palanca de cambio, pero tenía que admitir que, si eso hubiese llegado a suceder, no le habría dicho que la apartara.  

—Varias veces. —Admitió—. Es una de las mejores obras de la arquitectura del gótico catalán. 

—Tienes razón. Es majestuosa. 

Aunque su rostro estaba sumido en las sombras, cuando dejó de mirar al frente y dirigió sus ojos hacia los míos, capté un destello en los suyos. 

—La belleza perece en la vida, pero es inmortal en el arte. 

Se recostó en su asiento y se cruzó de brazos. El tiempo que transcurrió mientras trataba de buscar una respuesta a lo que acababa de decir lo aprovechó para inclinarse ligeramente hacia delante, como si estuviera tratando de leer a través de mis ojos. 

—¿Leonardo Da Vinci?

Las comisuras de sus labios se elevaron cuando se dio cuenta de que fui capaz de mantener el contacto visual y de que no mostré intención de alejarme. Echarle la culpa a que lo hacía porque lo conocía de años atrás era una excusa. Todas las decisiones que había tomado hasta ese momento tenían un significado bastante claro, pero si indagaba más en mis sentimientos, el miedo terminaba paralizándome. 

Había muchas razones para que lo tuviera, aunque en un momento como ese no quería que mis pensamientos más negativos se apoderaran de mí. Cuando estaba con él, era como estar dentro de un sueño. Lo que se agitaba en mi pecho cuando me hablaba, me miraba o me tocaba me transmitía una sensación cálida que se extendía por todo mi cuerpo y lo único que quería era aferrarme a ella con todas mis fuerzas. 

La frase de Da Vinci que acababa de recitar me hizo acordarme de Calipso. Sin saberlo, había abierto mi pequeña caja de pandora. Pero de pronto, hubo algo en su mirada, en el discreto movimiento que hicieron sus ojos hasta posarse sobre mis labios, que lo hizo darse cuenta de que algo no iba bien. 

—Eros.

—¿Qué?

—Que me llamo Eros, no Leonardo Da Vinci.

La seriedad con la que lo dijo me hizo reír de verdad. Mientras me llevaba una mano al corazón y cerraba los ojos, fui consciente de que había olvidado la última vez que lo hacía de esa forma. Las lágrimas se me acumularon en los ojos en cuestión de segundos y al abrirlos, me di cuenta de que su expresión se había relajado. 

—Eso era lo último que esperaba que dijeras. 

—¿Y qué esperabas, Dafne?

—No lo sé. —Me recosté contra mi asiento—. Eres impredecible.

—Tú también.

—Nunca antes me lo habían dicho. 

—Siempre hay una primera vez para todo. 

Cabeceé ligeramente y ese gesto le hizo sonreír. Si decir lo que pensaba en voz alta tenía ese efecto en él, podría plantearme hacerlo más a menudo, a pesar de que todavía no habíamos hablado de todo ese asunto de volver a vernos. 

—Me alegro de que ahora seas feliz.

Mi voz no sonó tan alta y clara como me hubiese gustado, pero tuve la certeza de que me escuchó sin problemas. Se acercó un poco más, hasta el punto de que nuestras respiraciones se mezclaron. Entonces, colocó su mano en la parte trasera de mi asiento y yo cerré los ojos cuando los suyos cayeron sobre mis labios de nuevo. 

Si no se hubiera acercado a mi oído en ese momento, lo habría besado al igual que hacía en mis sueños. Le habría puesto fin a esa maldita voz de mi cabeza que no paraba de alentarme a explorarlo con mis manos. Habría acercado su cuerpo al mío sin preguntarle por qué temblaba de esa forma y habría estado de acuerdo con todo lo que quisiera hacer conmigo.

Pero fueron sus dedos, no sus labios, los que acariciaron los míos. 

—¿Sabes lo que me haría realmente feliz? —Tragué saliva y mi piel se erizó cuando sus labios rozaron mi pómulo—. Que dijeras mi nombre. 

El aire se me quedó atascado en la garganta cuando lo escuché decir eso. Además, el tono que empleó para hacerlo no fue de mucha ayuda y como resultado, emití una especie de sonido estrangulado. Los latidos de mi corazón se descontrolaron. Eso no era bueno. Tenía que tranquilizarme, aunque también era consciente de que lograrlo sería realmente complicado. Sin embargo, cuando me alejé lo suficiente como para ver cómo sus pestañas acariciaban sus mejillas, los nervios que sacudían todo mi cuerpo se esfumaron como si nunca hubiesen estado ahí. 




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