El viaje duró alrededor de quince minutos. Quizás fueron veinte y no quince. Quizás solo fueron diez. Era imposible que lo supiera, aunque de lo que sí estaba segura era de que me hubiese gustado que durase un poco más. Es por eso que, cuando se desvió de la carretera principal y el asfalto se sustituyó por un camino más irregular que lo hizo reducir la velocidad, no aflojé mi agarre. Tampoco moví mi cuerpo ni mi cabeza. Me mantuve pegada a su espalda y me dije a mí misma que lo hacía por mi propia seguridad, pero en el fondo sabía que no era del todo cierto. Y no lo hacía únicamente por cómo se comportaba conmigo o porque me había protegido en más de una ocasión. En realidad, cuando lo conocí por primera vez hubo algo en él que me hizo querer acercarme. Conocerlo en profundidad. También quise saber más de él entonces, así que, si esa era mi segunda oportunidad, no podía desaprovecharla.
Cuando cubrió mis manos con las suyas y me dio un ligero apretón, mi corazón se sacudió. Habíamos llegado a nuestro destino, por lo que apagó las luces y el motor. De pronto, la completa oscuridad nos rodeó y los puntitos brillantes en el cielo sin luna me parecieron infinitos. Retiré las manos que había enlazado con total confianza sobre su abdomen y me aparté todo lo que pude. Estábamos en medio de un camino repleto de pinos cuyas copas se mecían suavemente, como en una especie de danza eterna, y mis pies, que colgaban a ambos lados, también estaban a merced del viento. Entonces, él se puso de pie sin apenas esfuerzo y ese movimiento hizo que me tambaleara. Como resultado, tuve que agarrarme a su chaqueta y cerrar los ojos como si hacer eso fuera a salvarme la vida, pero escuché su risa y al alzar la mirada vi que se había quitado el casco. A pesar de que lo solté de inmediato y me puse recta, fingiendo que no había pasado nada, me sorprendí cuando en vez de lanzar uno de sus comentarios, pasó la pierna para bajarse por completo de aquel trasto enorme y se inclinó hacia mí. Sin mediar ni una palabra, introdujo los dedos bajo mi casco en busca de la correa de cierre y rozó mi cuello con la yema de los dedos. Si bien me liberó de inmediato, di una bocanada de aire, aunque nada tenía que ver con el poco pero suficiente oxígeno que se acumulaba en el interior del casco.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó con una voz más ronca de lo normal mientras lo retiraba con cuidado de mi cabeza y lo colocaba en el manillar—. ¿Te has mareado?, ¿has pasado frío?
Cuando me di cuenta de que no estaba hablando en broma, una pequeña sonrisa tiró de mis labios, aunque no estaba segura de si podía verme. Lo único que yo podía ver de él era su pelo rubio, que en ese momento parecía mucho más oscuro, y un minúsculo reflejo de luz blanca en sus pupilas.
—No ha estado tan mal para ser mi primera vez.
Justo cuando me estaba acomodando el pelo, dio un paso hacia delante y mi respiración se agitó. Al menos si me preguntaba el motivo de por qué respiraba como si acabara de correr una maratón, podría echarle la culpa a mi primer viaje en moto.
—Te ayudo a bajar.
—Igual puedo sola —contesté sin detenerme a pensar en que quizás si lo hacía terminaría dándome de bruces contra la gravilla.
—No te llegan los pies al suelo.
—¿Cómo estás tan seguro? —respondí sin negarlo.
—Porque no superas el metro sesenta.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Partiendo de que soy cuarenta centímetros más alto que tú y de que además la moto se ajusta a mi medida, a no ser que tengas unas piernas increíblemente largas, no creo que puedas hacerlo. Tus piernas… —Hizo una pausa—. Digamos que no lo son.
Eso último lo dijo en un tono más bajo del que había estado usando hasta ese momento y me alegré de que no hubiese más luz allí porque estaba segura de que no me estaba mirando a la cara.
—¿Mides más de un metro noventa?
—Noventa y uno para ser exactos.
Mientras me perdía en una extraña sensación de felicidad al ser consciente de que aquella noche acerté cuando pensé que superaría el metro noventa, se acercó y colocó sus manos en la parte alta de mis costillas, justo debajo de las axilas. Abrí la boca y estuve al menos cinco segundos sin decir nada cuando sus pulgares se posaron en un terreno peligroso. Él tampoco se movió. Pudo haberlo hecho, pero prefirió ver mi reacción.
—¿Qué haces?
Había repetido esa pregunta tantas veces cuando estaba con él que casi debería haberla aborrecido. En realidad, no tenía mucho sentido preguntar lo obvio. No lo tuvo cuando me soltó el pelo en su estudio ni cuando me besó la mano en el callejón. Aun así, parecía estar empeñada en oírle decir exactamente lo que quería hacer conmigo.
—Ayudarte. —Tiró de mí hacia arriba, cogiéndome como si mi peso equivaliera al de una pluma, y en menos de un segundo estuve de pie a su lado. Una brisa de aire acarició mi rostro, pero fue su olor el que envolvió, el mismo que lo hizo en su coche y en la cafetería—. Vamos. Quiero enseñarte algo.
Envolvió de nuevo mi mano con la suya y no dijo nada más. De hecho, caminamos en silencio un par de metros y al subir por una pequeña pendiente, terminé estrechando su mano. Todavía no me acostumbraba a la emoción que vibraba en mi interior cuando sucedía algo así, cuando era yo la que lo buscaba. Me sentía como si estuviera explorando un mundo completamente desconocido para mí.