El silencio sustituyó las risas y las conversaciones carentes de sentido a las cinco en punto de la tarde. Mi madre decidió mandarme un mensaje a través del móvil para avisarme de que se iban en vez de hacerme salir de nuevo. Quizás fue precavida y no quiso que por mi boca salieran dardos envenenados en lugar de palabras, a pesar de que Penélope me superaba en creces. Si bien comprendía que mis padres quisieran seguir haciendo ese tipo de reuniones familiares, no entendía por qué yo tenía que formar parte de su circo.
Estaba claro que no le caía bien a Penélope. Bastaba con escucharla cuando se refería a cualquier aspecto de mi vida, ya fueran mis estudios o mi vida amorosa. Hubo un momento en el que me pregunté si tanto ella como mi madre eran ajenas a lo que Leo sentía por mí, aunque llamar sentimientos a esa obsesión se quedaba corto. Puede que Penélope sí que lo supiera y por eso siempre trataba de atacarme cuando veía que tenía la más mínima oportunidad de hacerlo, pensando que de esa forma su hijo perdería el interés en mí. Y después estaba mi madre, que no creo que fuera consciente de la gravedad de la situación. Cuando sucedían cosas como las de ese día, donde Penélope me atacaba sin pudor, o cuando Leo insistía en sentarse a mi lado, me preguntaba si no se daba cuenta de lo que estaba diciéndole a gritos cuando la miraba.
Pero, ¿quién tenía más que perder?
¿Ella o yo?
Por eso trataba de no pensar mucho en ello. Me decía a mí misma que con el paso del tiempo se cansaría de mí, al igual que le había pasado con tantas otras chicas. Sin embargo, aun cuando me lo repetía hasta la saciedad, había una voz dentro de mi cabeza que siempre me decía lo mismo. Puede que llevase razón, aunque yo no quisiera creerla. Lo cierto es que tenía miedo. Miedo de estar retrasando lo inevitable. Porque la actitud de Leo era un arma de doble filo y eso ya me lo había demostrado en más de una ocasión. Lo que sucedió en la Cafetería Céfiro no fue un simple arrebato. A nadie se le pasaba por alto el hecho de que éramos adultos y pese a que en más de una ocasión me hubiese amenazado con contarle a mi madre lo que hacía cuando salía con Sara, nunca lo hacía. Pero las cosas estaban cambiando, volviéndose más peligrosas, porque Eros había entrado de nuevo en mi vida, a pesar de que nunca se fue del todo. Y Leo lo conocía al igual que yo. Todavía no se lo había dicho, pero ese día, siete años atrás, cuando vi cómo habían estropeado mi pintura, no dudé de quién había sido el culpable.
También tuve clara una cosa mientras miraba fijamente el techo de mi habitación en el que había dibujado un cielo estrellado con pintura luminiscente. Me estremecí de solo pensarlo. Leo terminaría reconociéndolo y con esa información en sus manos, estaba segura de que podría llegar a desatar el Apocalipsis. Y aunque no fuera en todo el mundo, sí sería en el mío. Si mis padres lo descubrían…
¿Actuarían como aquella vez que lo defendí por encima de todo sin apenas conocerlo?
La estrategia de bajar la persiana y poner música instrumental para relajarme no surtió efecto esa vez. El sonido de los dedos golpeando las teclas del piano no calmó mis nervios. Tampoco mi mente estaba por la labor de ayudar, ya que cerrar los ojos traía consigo los recuerdos amargos de la pesadilla, a pesar de que cada vez que pensaba que en menos de una hora volvería a verlo, mi corazón se agitaba como si él también anhelase la sensación que hacía que se acelerase cada vez que estaba cerca.
Abracé la almohada y traté de apartar los pensamientos negativos. Respiré hondo y me levanté de la cama, subí la persiana y fui directamente al armario para decidir el conjunto de esa tarde. Aunque no me había dicho nada más sobre el lugar al que iríamos, estaba segura de que me gustaría. Quizás me sentía así porque pensaba que había hecho ese plan pensando en mí, o puede que al final estuviese equivocada y solo fuera algo que había planificado en el último momento.
En realidad, mientras estuviera con él, la cosa más sencilla y banal del mundo me parecería interesante. Aun así, cuando me escribió para decirme que llegaría en cinco minutos, me olvidé de todas y cada una de las conversaciones que había recreado en mi mente para cuando nos quedáramos a solas.
No pude evitar echar un vistazo rápido a las escaleras que llevaban al ático cuando bajé a la planta inferior. Esa semana no fui capaz de entrar al taller ni una sola vez, pero justo cuando me estaba mirando en el espejo, deteniéndome a observar si la combinación de colores cálidos entre el peto corto y las botas negras con el jersey y la chaqueta marrón era adecuada, me aferré como un clavo ardiente a la idea de que, quizás, los recuerdos que crease esa tarde me ayudarían a superar esa barrera que yo misma me había creado.
La pequeña sonrisa que se me dibujó en los labios cuando eché a andar calle abajo para esperarlo se congeló cuando lo vi de brazos cruzados, apoyado contra su coche, y mirando en mi dirección. Me detuve de golpe, como si mis pies se hubiesen quedado anclados al suelo, y no pude evitar mirarlo de arriba abajo. El contraste de su piel blanca, sus ojos azules y su pelo rubio aclarados por el sol, con sus pantalones vaqueros negros revueltos y holgados, la chaqueta vaquera del mismo color y la sudadera gris era…
—¿Te estabas riendo? —preguntó, interrumpiendo mis pensamientos, al tiempo que las comisuras de sus labios se elevaban.
Se apartó del coche y comenzó a dirigirse al lugar en el que parecía haberme quedado atrapada.