Luces de neón

Capítulo 18. Destellos

—¿De qué color lo quieres? —Se giró e hizo que nuestras manos se balancearan al mismo tiempo—. ¿Morado? —preguntó. Que fuera de mi color favorito me hacía todavía más ilusión, pero en ese momento solo fui capaz de mirarlo en silencio. Todavía no podía creer lo que estaba a punto de hacer. Iba a probar el algodón de azúcar por primera vez en mi vida—. ¿Hmm? 

Se mordió el labio inferior y con la mano que tenía libre se retiró varios mechones rebeldes hacia atrás, esperando mi respuesta. 

—Morado está bien. 

Habíamos estado haciendo cola durante quince minutos y en todo ese espacio de tiempo no había dicho nada en relación al tema de mi problema con el azúcar. Sabía que lo hacía para que no me sintiera incómoda y para que el ambiente a nuestro alrededor no se volviera tenso. Y lo logró, a pesar de que sí estaba nerviosa. Sin embargo, no eran los nervios de estar a punto de hacer algo que mi madre me reprocharía, sino que eran de emoción. Emoción por experimentar algo nuevo, como cuando fui a su estudio de tatuajes o como cuando me ofrecí para curar esa herida en su mejilla y de la que solo quedaba una blanquecina y casi imperceptible cicatriz, como un vago recordatorio de lo que sucedió en la Cafetería Céfiro. 

—Morado, por favor. 

—¿Tamaño? —preguntó la chica pelirroja y de cautivantes ojos verdes que debía tener más o menos mi edad y que me recordó a la pintura de La sirena de John William Waterhouse. 

—Creo que con uno mediano tendremos suficiente. ¿Tú cómo lo ves? —Los ojos de la chica se clavaron primero en nuestras manos unidas y después en mí. Me fulminó con la mirada justo cuando Eros ocupó todo mi campo visual y sus ojos recorrieron mi rostro con lentitud—. ¿Dafne?

—Sí —me apresuré a decir—. Mediano. Aunque no creo que pueda terminarlo todo. 

—Pero yo sí. Hace años que no como algodón de azúcar. 

Se giró de nuevo hacia el frente, cuadró los hombros y señaló el tamaño por el que nos acabábamos de decantar. 

—Ahora mismo lo preparo —respondió ella en un tono más cortante en comparación al que había estado usando hasta ese momento. 

Minutos antes había llegado a inclinarse tanto para tratar de escuchar lo que él le decía que terminó sacando la mitad del cuerpo fuera del puesto. La mujer que tenía al lado, que no debía tener más de treinta años, que vestía su mismo delantal rosado y cuya melena rizada también estaba recogida en una bonita trenza, la miró, arqueó las cejas, resopló y siguió atendiendo al resto de clientes. 

—Gracias.

Mientras hacía girar la varilla de madera dentro de un bidón metálico cuyo sonido me recordó al de una centrifugadora, me entretuve contando la cantidad de rayas rojas y blancas que conformaban la lona del puesto. Quince en total. Después llevé mis ojos más allá, hacia el mar, y me di cuenta de que toda la playa estaba comenzando a llenarse de personas. La mayoría estaban sentados sobre sus esterillas, como si estuvieran esperando que comenzara algún tipo de espectáculo. 

—¿Van a hacer algo en la playa? 

—¿Qué has dicho? —Se inclinó hacia mí y no pude evitar recordar esa vez que hizo lo mismo dentro de la discoteca.

La brisa marina acarició su rostro y después hizo lo mismo con el mío, pero esa vez trajo consigo el suave olor de su colonia mezclado con el del azúcar. 

—¿Van a hacer algo en la playa? —repetí, tratando de no mostrarme afectada por la sensación que acababa de sacudirme de pies a cabeza—. Hay mucha gente reunida cerca de la orilla. 

—Sí. Pero no puedo decirte nada más. Si lo hago, dejaría de ser una sorpresa. 

Se irguió y comenzó a buscar su cartera en mi bolsa mientras la chica le tendía lo que parecía una gran y esponjosa nube morada. Cuando vi cómo lo miraba, entendí el significado de las miradas que me había lanzado a diestro y siniestro al ver que íbamos juntos. Era consciente de que no pasaba desapercibido. Al menos eso pensé cuando lo vi por primera vez. Eros habría sido el modelo ideal para Bouguereau. 

—No hace falta que… —Solté su mano y la coloqué sobre su brazo, tirando ligeramente de él. 

—El algodón de azúcar por las magdalenas. —Extrajo su cartera negra y me señaló con ella antes de abrirla para pagar—. Todavía no te he dado nada por el bizcocho y las galletas, así que ya puedes ir pensando en lo que quieres a cambio. 

—No necesito nada a cambio. —Retrocedí y él le dijo algo a la chica que no logré escuchar. Le dio las gracias de nuevo y se dio la vuelta—. Sabes que lo hago porque quiero. 

—Sí.

—¿Entonces por qué lo dices?

Me detuve e incliné la cabeza hacia arriba, buscando su mirada. 

—A estas alturas ya deberías saberlo. 

—¿Saber el qué?

Todavía no nos habíamos adentrado de nuevo entre la multitud. Sin embargo, la distancia que separaba nuestros cuerpos era tan reducida que, si no hubiese sido por toda esa ropa que llevaba encima, el calor de su piel habría atravesado la mía. 

—Que voy a hacer cualquier cosa que me pidas. 

Me pareció que hablaba completamente en serio, al igual que en mis sueños. Aunque me debatí entre si debía o no contestarle lo mismo, al final lo hice, aun sabiendo que todo terminó convirtiéndose en una pesadilla. 




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