Luces de neón

Capítulo 20. Tres Mares

9 de junio de 20XX

7 años antes

Mi primera reacción cuando mi madre me dijo que debía acompañarlos a una fiesta para celebrar el décimo aniversario de la inauguración de un centro de menores fue decir que no. Aunque no tenía nada que ver con el hecho de que era un lugar cuya finalidad era la tutela y el cuidado de adolescentes de quince a dieciocho años, de forma temporal y por diversas razones, ya fuera por el fallecimiento de ambos progenitores, por la incapacidad de sus familias para mantenerlos, o por la comisión de un delito, lo que realmente me preocupaba era cómo lograría desenvolverme en ese ambiente, ya que no conocería a nadie a excepción de mis padres. Además, que Leo y sus padres también fueran no me animaba demasiado, y menos después de que la semana anterior hubiese rechazado su invitación para ir al cine a ver una película que ni siquiera me interesaba, por mucho que mi madre insistiera en que le diera una oportunidad. Si bien me sorprendió que al principio se lo tomara a buenas, una sensación de malestar se instaló en mi pecho a partir de ese momento, como si fuera una especie de mal augurio. Lo cierto era que no me sentía cómoda a su lado, a pesar de que habíamos crecido juntos. Estuvimos en la misma escuela de Educación Infantil y Primaria. Estudiábamos en el mismo instituto, pero la forma en la que me hablaba y me tocaba hacía que todo mi cuerpo se pusiera en tensión. En más de una ocasión había sacado a relucir el tema con mis padres porque creía que era importante decirles que, por ejemplo, una vez lo encontré husmeando en los cajones de mi habitación o que en otra me estuvo molestando durante una comida tocándome la pierna bajo la mesa. 

Ambos le quitaron importancia a lo primero, achacándolo a que eran cosas de “niños”, y respecto a lo segundo, quizás mi error fue contárselo solo a mi padre. La crudeza de su respuesta me marcó durante un tiempo, haciendo que guardase todas mis faldas en el armario por cuatro años, hasta que comencé a comprender que el problema no lo tenía yo, que nunca lo tuve. 

Era consciente de que mi madre prefería no hablar del tema y de nada que pudiera poner en tela de juicio su relación de amistad con Penélope, por eso desde un principio evitó entrar en conflicto conmigo ante mi negativa de ir con ellos a Tres Mares. Es más, me prometió que, si finalmente accedía, podría ayudarla a preparar la comida que tenía pensada para ese día: sus esponjosos y deliciosos bizcochos. Otra cosa que me sorprendió bastante fue que quisiera que hiciera un dibujo para llevarlo como regalo ese día. Durante esos últimos meses había estado experimentando con la técnica de la pintura al óleo, representando montañas, fondos marinos y algún que otro animal, pero nunca antes había hecho un dibujo de un edificio con todo lujo de detalles, sobretodo porque estaba acostumbrada a trabajar con acuarelas para hacer ese tipo de dibujos, a pesar de que las mismas tenían el inconveniente de que se secaban con rapidez y que el agua no siempre se comportaba como yo quería. Sin embargo, puede que esa fuera la oportunidad perfecta para perder esa inseguridad e ir más allá, para no reproducir siempre lo mismo con las mismas técnicas. Además, si salía mal, siempre podría utilizar témperas, pues su flexibilidad, opacidad y espesura siempre las convertía en mis grandes aliadas. 

Al final terminé cediendo, como era de esperar. Aunque mi madre creyó, o quiso creer, que lo hice porque de esa forma la ayudaría a preparar los postres, en realidad fue porque quería hacer la pintura de Tres Mares. Pese a que mis padres no estaban muy de acuerdo con que quisiera estudiar Bellas Artes, ese era mi sueño, así que pelearía por él hasta el final. Me convertiría en una gran artista, a la altura de la pintora mexicana Frida Kalho, el pintor francés William-Adolphe Bouguereau, la escultora francesa Camille Claudel y el escultor italiano Gian Lorenzo Bernini.

Todavía me quedaban cuatro años para entrar a la Universidad y dos para decantarme por el Bachillerato de Artes. Ese era el camino que quería seguir. Sabía con seguridad que eso era lo que me haría feliz. No quería estudiar para trabajar en algo que no me hiciera sentir completa. No quería sentir un vacío en mi vida, y menos saber que yo había sido la causante del mismo. Así que traté de mantenerme fuerte y serena ante la cara de desaprobación de mi padre cuando se enteró de que también llevaríamos como obsequio un cuadro pintado por mí, además de los bizcochos de limón, chocolate y vainilla que terminé preparando sola debido a sus apretadas agendas en el trabajo. 

La fiesta sería en fin de semana, concretamente un domingo, así que tuve tiempo para hacerlo con tranquilidad. Como el instituto terminaría en pocos días, tenía las tardes libres, así que me dediqué enteramente a ello porque quería que saliera bien. Tenía miedo, pero al mismo tiempo estaba emocionada. El proceso no fue complicado y el resultado me gustó más de lo que pensé en un principio. El hecho de que mi madre me facilitase una fotografía del centro me permitió plasmarlo a la perfección. Mi soporte fue un lienzo de cincuenta centímetros por cada lado y con un raspador de pintura de óleo esparcí los colores de gama cálida guiándome en el boceto rápido y apenas visible que había dibujado. Una vez que le di forma a su estructura de arenisca de cinco pisos, al cielo azulado y al colorido jardín de la entrada, utilicé un palillo de madera para hacer todos los detalles, desde las ventanas, hasta los pájaros posados en las ramas de los árboles. Incluso me atreví a añadir alguna que otra mariposa junto al letrero que daba la bienvenida. 

A las seis de la mañana del domingo ya estaba despierta, aunque no se debía al calor húmedo que traía consigo el verano. En realidad, llevaba varios días haciéndolo en mitad de la noche, a causa de una pesadilla que, hasta ese momento, carecía de sentido para mí. Una pesadilla donde lo veía todo borroso, pero al sentirlo tan real, parecía más un recuerdo que un sueño. 




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