Luces de neón

Capítulo 22. Cicatrices

El mes de octubre estaba llegando a su fin y ser consciente de ello me ponía los nervios a flor de piel por varios motivos. Por un lado, se cumplía mi plazo de entrega de parte del marco teórico de mi Trabajo de Fin de Grado, con el boceto de la obra que iba a recrear incluida, y por otro lado, estaba todo ese asunto de la fiesta de Halloween que sería ese mismo fin de semana, concretamente el domingo. Pues bien, mi mente se divirtió creando escenarios en los que Leo me molestaba más de lo habitual para intentar provocar a Eros y a mitad de semana estuve a punto de cancelar todos mis planes para evitar que algo así sucediera. 

Tampoco era una ilusa ni estaba haciendo lo que hacía con él con la esperanza de que mis padres lo aceptaran y me apoyaran. Eso no sería lo que sucedería con mi padre. Los gritos de aquel día de principios de junio todavía resonaban en mi cabeza como una especie de eco lejano. Sus palabras afiladas e hirientes, así como el rechazo y la desaprobación que transmitía su mirada seguía calando hondo en mí. Pese a todo, me había empeñado en no seguir el camino que habían trazado para mí, empezando por no estudiar lo mismo que ellos y continuando por mis amistades. No era mi problema que para ellos la apariencia estuviera por encima de la personalidad y por encima de todo, pero sí me entristecía. Sin embargo, si tenía que saltar de ese tren en marcha para ser feliz, lo haría, porque antes de tocar el suelo, unos brazos y unas manos que conocía demasiado bien me atraparían al vuelo y me pondrían a salvo, como otras tantas veces habían hecho. 

Si finalmente lo hacía, si lograba armarme de valor y dar un paso hacia delante en defensa de los dos, sabía que perdería y ganaría muchas cosas a la vez. 

Todos esos pensamientos y sentimientos terminaron afectando a mi concentración. Perdí la cuenta de las veces que había hecho y rehecho el boceto de la escultura. Si me convencían las manos, no lo hacían los rostros. Si lo hacían las piernas, no lo hacían los torsos. Lo único bueno fue que no volví a tener pesadillas. Desde que fuimos a la exposición, mi cuerpo comenzó a sentirse menos en tensión cuando pensaba en él. Quemar su dibujo también me ayudó. Cuando solo quedó un pequeño montículo de cenizas, fue como si esa pequeña espina que tenía clavada en el corazón desapareciera para siempre. 

Por ese y por muchos motivos más quería retratarlo tal y como era, porque su cuerpo había cambiado, pero no la forma en la que me miraba. Quería captar ese brillo que iluminaba sus ojos cuando lo hacía y recrearlo en mi escultura. Puede que hablar con Calipso esa misma tarde me ayudara a despejar mis dudas y preocupaciones. Ella iba a ser sincera conmigo, al igual que lo era siempre. 

A última hora del viernes, en clase de Espacios de la representación pictórica y retrato, seguí haciendo la práctica que se entregaba la semana siguiente. En ella se nos pedían dos retratos realizando un estudio analítico de la fisionomía de un modelo en base a dos emociones, las que nosotros quisiéramos. Tenía muy claro a quién quería dibujar mucho antes de que mi lápiz tocara por primera vez el folio y si bien el profesor nos pidió que solo hiciéramos un boceto rápido, nos recomendó apoyarnos en dos fotografías para que pudiéramos reflejar todas y cada una de las líneas de expresión del modelo. 

Cuando aquel timbre ensordecedor me interrumpió, mi sobresalto hizo que la goma que tenía en la mano saliese volando por los aires. Había perdido la noción del tiempo dibujando una versión alegre de Eros y puede que también me perdiera a mí misma en la forma en la que sus labios se curvaban en una bonita sonrisa mientras sus ojos se entrecerraban ligeramente. Recogí mis cosas y salí del aula, pero una voz me hizo detenerme. 

—Dafne. —Me giré a mitad del pasillo cuando escuché que alguien me llamaba por mi nombre y mis ojos se encontraron con los verdes de Eva. Su melena larga y rubia se agitó a su alrededor y sus gruesos labios se curvaron en una sonrisa—. ¿Puedo hacerte una pregunta?

Se paró frente a mí, contoneando sus estrechas caderas, y por el rabillo del ojo vi al resto de su grupo, que me miraban desde la puerta del aula. Siempre me recordó a La hilandera de Bouguereau, pero nuestras conversaciones no habían ido más allá de lo académico, así que me resultó extraño que me hablase tan de repente. 

—Claro. 

—¿Vas a ir a la fiesta de Izan?

¿A qué venía eso?

—Supongo que sí —respondí tras varios segundos—. ¿Por qué?

—Oh, por nada en especial. —Amplió su radiante sonrisa y alisó las arrugas inexistentes del estrecho vestido marrón que realzaba su figura—. Es que he visto el dibujo que has estado haciendo en clase y me ha entrado curiosidad. 

—¿Curiosidad por qué? 

—Por el chico que has dibujado. —Me miró de arriba abajo y se acomodó el flequillo—. Supongo que es amigo tuyo.

—Sí. Somos… amigos. 

—¿Solo amigos? —preguntó, enarcando una ceja.

¿Qué debía responder? Vale que nos habíamos besado, pero eso solo sucedió una vez. Y vale que teníamos detalles el uno con el otro, pero Eva tenía razón. Solo éramos amigos. 

—Sí. 

Ni siquiera se molestó en ocultar lo feliz que se sintió al escucharme decir eso. Escuché unas risas cómplices al fondo, pero no me molesté en mirar. 

—¿Sabes si irá a la fiesta?




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