El tiempo se detuvo solo para nosotros dos en el interior de aquellas cuatro paredes pintadas de un tono aguamarino similar al de la camiseta de manga corta que estaba hecha un ovillo sobre la mesa. Las luces anaranjadas del atardecer incidían directamente en el suelo de madera del centro del taller y comenzaban a deslizarse hacia el techo a medida que el sol se ocultaba en el horizonte. Hacía rato que el ritmo de nuestras respiraciones y de nuestros corazones se habían acompasado, sonando y latiendo al unísono, como si fueran uno solo, como si en la habitación solo hubiera una persona. Sin embargo, era consciente de que no era así. El movimiento ascendente y descendente de una de sus manos en mi espalda se aseguraba de que no me olvidase del hecho de que estaba allí conmigo, de que estábamos los dos solos compartiendo un momento que me estaba encargando de grabar a fuego en mi memoria.
Su otra mano se cerraba en torno a mi hombro y de esa forma hacía que nuestro abrazo fuera más intenso, más cercano, más íntimo. Escuchar su corazón latir me calmó y me hizo olvidar que los brazos que me rodeaban estaban cubiertos de cicatrices, así como también lo estaba el pecho contra el que me estaba apoyando y del cual emanaba una calidez que se expandió con rapidez con todo mi cuerpo.
Mantuve los ojos cerrados al principio, pero los abrí poco después, aunque no moví mis manos. Las mantuve presionadas contra sus omoplatos, sintiendo bajo las yemas de mis dedos la tensión que se acumulaba en esa zona en concreto. Mi abdomen estaba completamente pegado al suyo, pero la tela de mi jersey morado y el abrigo marrón que llevaba encima impedían que su calor calara en mí. Aunque lo agradecí, una parte de mí quiso volver a sentir lo mismo que sentí en el callejón aquel día, cuando su cuerpo aprisionó el mío contra la pared. Un cosquilleo vertiginoso se arremolinó en la parte baja de mi estómago cuando la mano con la que me acariciaba la espalda se apoyó contra la mesa y con la otro hundió sus dedos en el nacimiento de mi pelo.
Parpadeé un par de veces hasta que mi vista se aclaró y entonces vi al completo el tatuaje de la Victoria de Samotracia en su hombro derecho. La forma en la que las alas extendidas se expandían por su piel me embaucó y deseé poder tocarlo, recorrer todos y cada uno de sus vértices. Quería que mis dedos dieran vida a esa obra también. Lo más probable era que Eros fuera consciente de que no tenía los ojos cerrados, pero decidió prolongar ese silencio en el que su cuerpo se mantuvo firmemente pegado al mío sin parecer tener intención de separarse, a pesar de que había comenzado a mover lentamente la mano que tenía sobre la mesa. Lo supe por el movimiento que hicieron sus músculos cuando apartó la camiseta y tomó su lugar. Lo supe por cómo mi espalda estuvo al borde de arquearse igual o más que antes cuando su dedo pulgar se deslizó lentamente por mi pierna mientras la palma de su mano se pegaba a ella.
Mis ojos se movieron con lentitud hasta los cuadros de El otro lado de Dean Cornwell y El ángel caído de Alexandre Cabanel, que se encontraban más abajo. Tristán e Isolda se abrazaban apasionadamente en el interior de su brazo y Romeo y Julieta de Julios Kronberg se besan justo al lado. Me gustó la forma en la que sus tatuajes de tonos grisáceos encajaban a la perfección con su cuerpo, sin importar la zona en la que se ubicaran. Además, la técnica de la persona que lo había hecho era impecable, tanto, que me moría de ganas por acercarme más a ellos.
Me hubiese gustado girar la cara para observar la escena del balcón de Romeo y Julieta de Frank Dicksee sobre su antebrazo izquierdo, o simplemente de haberme alejado para ver con detalle las representaciones de Eros y Psique de sus costados, así como la de Venus del centro de tu abdomen, pero temía romper el momento y no ser capaz de volver a mirar sus tatuajes con la misma calma con la que lo estaba haciendo.
Cuando me dijo que se quitaría la sudadera con la condición de que yo le quitara la camiseta, creí que no sería capaz de hacerlo porque los recuerdos que me habían estado persiguiendo sin tregua durante siete largos años me lo impedirían. Aparecieron al principio y él lo supo, pero confió en mí. Confió en que iba a ser valiente y en que no iba a darme por vencida. Quizás fue la decisión de su voz y la determinación de sus palabras. Quizás fue mi propia fuerza interior, mi yo del pasado, que estaba demasiado rota, cansada y dolida por lo que sucedió y por lo que se culpó durante todo ese tiempo, a pesar de que ella no había sido ni la causante de sus heridas ni la que lo señaló delante de toda la gente que había acudido a la fiesta de Tres Mares aquella calurosa tarde de verano.
Pensar en todo eso me hizo estrecharlo con más fuerza. Estaba realmente feliz de haberlo encontrado, aunque puede que fuera él quién me encontró a mí primero. Lo estaba porque el segundo deseo que le pedí a la hoja de laurel que descansaba sobre la mesilla de noche de mi habitación se había cumplido. Había vuelto a verlo y también lo había visto sonreír. En realidad, lo había visto tantas veces sonreír que no me hizo falta su fotografía para plasmar a la perfección y con todo lujo de detalles su rostro en el boceto improvisado que tendría que entregar la semana siguiente.
Lo había visto tantas veces sonreír que el mero recuerdo de su risa me erizaba la piel.
—Dafne.
El sonido de su voz pronunciando mi nombre hizo que mi respiración se detuviera de golpe. El aire se me quedó de nuevo atascado en la garganta y abrí la boca cuando comenzó a apartarse. Sus manos pasaron entonces a colocarse a ambos lados de mis piernas y yo posé las mías sobre mi regazo mientras alzaba el mentón para mirarlo a los ojos.