Luces de neón

Capítulo 24. Inmortal

La mano derecha de Eros sujetaba con fuerza la mía mientras tratábamos de caminar por aquel estrecho pasillo intentando hacer el menor ruido posible. Parecíamos los mismísimos Orfeo y Eurídice de Camille Corot. Todo estaba a oscuras y apenas podíamos ver nada. Sin embargo, él tiraba de mí con decisión, como si supiera con total seguridad el punto exacto de la casa en el que nos encontrábamos o al que nos estábamos dirigiendo. Miré a nuestro alrededor un par de veces, pero las nubes que cubrían la luna llena del 31 de octubre me impedían ver con claridad lo que tenía delante. Me había tropezado un par de veces también y a la cuarta, él no había podido evitar reírse, aunque usó eso como excusa para acercarme más a él.  

Al posar de nuevo los ojos en el frente, mi visión logró aclararse entre tanta penumbra y me permitió ver el movimiento que hacían sus hombros con cada paso que daba, ascendiendo y descendiendo de forma lenta pero constante. Aunque habíamos permanecido casi toda la noche ajenos a los juegos sin sentido y a las conversaciones del resto de personas que habían acudido a la fiesta, me sorprendió cuando aceptó participar en esa versión modificada del escondite donde básicamente teníamos que hacerlo por parejas. No podía saber el motivo por el que lo había hecho. Quizás se debía a que todo el mundo iba a hacerlo, o puede que se debiera una vez más a tratar de dejarle claro a Leo que acercarse a mí cuando él estaba cerca era prácticamente imposible.

Ya fuera una cosa o la otra, cuando las luces del salón se apagaron y la música ascendió hasta el punto de llegar a resultar molesta, sentí sus ojos verdes clavados en mi nuca, fulminándome, al tiempo que Eros colocaba su brazo a mi alrededor y me llevaba con él fuera de allí. Decir que no temía cuáles podrían ser las consecuencias de todo lo que estaba haciendo no sería del todo cierto, si bien no me arrepentía de nada. No me importaba que viese la forma en la que se acercaba a mí ni cómo acariciaba mi espalda mientras me hablaba al oído. No me importaba que viera cómo era yo la que lo buscaba con la mirada entre la multitud y cómo sonreía por cualquier cosa que me decía. Si había ido a esa fiesta era porque realmente quería y si le había dicho que me acompañara era porque quería que él estuviera conmigo. Estaba cansada de tener que esconderme, de ocultar algo que me emocionaba tanto. Sabía que Leo no le diría nada a mis padres. Si hubiese querido hacerlo, ya lo habría hecho. En realidad, no tenía por qué seguir sin pronunciarse al respecto. Podría hacerme una foto con él y simplemente mandársela a mi padre. Solo eso bastaría para que me cortaran las alas. Si lo quisiera, podría destruir en cuestión de segundos todo lo que nosotros dos habíamos estado construyendo durante todo un mes. 

A pesar de que en más de una ocasión me había amenazado con hacerlo, al igual que cuando me citó en la Cafetería Céfiro, nunca daba ese último paso. Jamás se había atrevido a decirle a mis padres nada de lo que hacía ni con quién estaba. Puede que solo lo hiciera para protegerse también, ya que no era el único que tenía información que podía poner en tela de juicio esa imagen perfecta que todos tenían de él. Siempre, en todas las fiestas a las que iba, se le terminaba yendo la mano con el alcohol y los cigarros se consumían con rapidez entre sus labios. Parecía beber de ellos, creyendo que quizás le ayudarían a hacerle frente a la ansiedad y al nerviosismo que sacudía todo su cuerpo cuando las cosas no sucedían exactamente como él quería. Cuando perdía esa sensación de control a la que estaba tan acostumbrado, a la que su propia madre le había acostumbrado, el aura de calma y seguridad que lo acompañaba se quebraba. Si tenías la mala suerte de estar cerca suyo cuando eso sucedía, lo mejor que podías hacer era ponerte a cubierto cuando el primer objeto que tenía a su lado saliese volando por los aires. Pero pensar en ello no me servía de nada. Pensar en él tampoco lo hacía, así que decidí desconectar. Alejarme mental y físicamente de la fiesta para centrarme en lo que estaba haciendo y en lo que los nervios que estaban comenzando a aflorar en mi estómago me hacían sentir. 

Tras haber subido aquellas escaleras que parecían interminables, mi respiración se agitó cuando sentí que me faltaba el aire. Siempre me sucedía cuando hacía más esfuerzo del que estaba acostumbrada y esa vez no fue la excepción. Había contado cincuenta escalones en total y había maldecido todos y cada uno de ellos. Por ese motivo tuve que detenerme a recobrar el aliento cuando llegué al final, aunque no sentí vergüenza como otras veces. No me importó parar y no me importó que él viera cómo lo hacía. No me importó que saliera a relucir esa parte de mí que prefería mantener oculta. Y es que a pesar de que mi enfermedad me permitía hacer una vida medianamente normal, había instantes como ese en los que tenía que poner todo mi mundo en pausa. 

Noté un atisbo de culpabilidad en su voz cuando se acercó a mí con la intención de ayudarme a atravesar ese momento. Aunque le había dicho que en unos segundos me recompondría y que no era culpa ni de él ni de nadie, capté un brillo en sus ojos que reflejó lo que sintió cuando me apoyé contra la pared para intentar librarme de la sensación asfixiante que se cerraba en torno a mi pecho. Que su mano recorriera mi pelo recogido en una trenza hasta llegar a la parte baja de mi espalda me permitió centrar mi atención en el efecto calmante que tenía sobre mí, pero mi respiración no llegó a volver de todo a la normalidad. De hecho, nunca lo hacía cuando me quedaba a solas con él. 

—¿Dónde estamos? —pregunté en voz baja mientras me apartaba de la pared. 

—No lo sé —contestó antes de girarse por completo. 




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