El trayecto en coche hasta la casa de Izan nos llevó más de media hora, a pesar de que a mí se me pasó sorprendentemente rápido. Eros también hizo todo lo que estuvo en su mano para que el ambiente no se volviera más tenso de lo que ya era. Puede que por eso me lanzara miradas rápidas a través del retrovisor central. No era su culpa ni tampoco mía. Ambos sabíamos que, por alguna razón que desconocía, Sara y Liam estaban fingiendo no conocerse, a pesar de que ella me había dicho todo lo contrario.
Aunque viajamos la mayor parte del tiempo por una carretera poco transitada, a medida que nos acercábamos al lugar en el que se celebraría la fiesta, varios coches nos adelantaron como si de una carrera ilegal se tratara.
—¿Pero qué le pasa a esta gente? —murmuró Liam mientras se removía en su asiento—. Ni que hubiera una hora de entrada.
Eros se encogió de hombros, restándole importancia a la horda de coches que llevaban la música a todo volumen, y se mordió el labio inferior. La música de la radio sonaba tan bajita como siempre. La temperatura era agradable, y aun así, había perdido la cuenta de las veces que nos había preguntado si estábamos bien, si teníamos frío o calor, o si estábamos mareadas, ya que el asfalto comenzó a volverse más irregular a medida que dejábamos atrás las luces de la ciudad.
La suave luz de las farolas que se encontraban en los bordes de la carretera se reflejaba en el perfil de Sara, cuya mirada se perdía en los altos y frondosos pinos del exterior. Cuando creía que no me daba cuenta, bajaba los ojos como si tuviera la intención de cerrarlos. Me recordó al retrato de una joven que le sirvió de modelo a Bouguereau, pero en ese momento tuve que aguantarme las ganas de romper el silencio para preguntarle qué pasaba y por qué actuaba de esa forma. En vez de estar enfadada, parecía triste, como si haber visto a Liam y estar con él le hubiese afectado en más de un sentido. Entonces me pregunté si Eros tenía idea de algo de lo que estaba pasando, pero la respuesta se respondía por sí sola.
Si él era consciente de que algo así podía suceder, ¿por qué Liam lo había acompañado?
¿Por qué Liam había ido a la fiesta si daba la impresión de que no soportaban compartir el mismo aire?
—¿Estás bien? —le pregunté en voz baja mientras Eros hablaba de lo que le había costado quitar los pelos de Hécate de una de sus sudaderas negras.
Sara no me respondió al instante, sino que giró la cara lentamente hacia mí como si estuviera saliendo de una especie de letargo y asintió lentamente, aunque tuve la impresión de que no me había escuchado.
—Gasté dos rodillos y todavía me quedaron algunos. ¡Dos rodillos enteros! —exclamó antes de que una sonrisa le iluminara el rostro—. Por no hablar de esa vez que me hiciste meterme en un contenedor.
—Es que no sé por qué te empeñas en cogerla en brazos —respondió con total tranquilidad—. Y respecto a lo segundo, tú tienes los brazos más largos que yo. Y no te obligué a hacer nada. Es más, me dijiste que me quitara del medio.
—Eres demasiado… perfeccionista —le dijo manteniendo ese tono de broma—. A veces solo hay que actuar. En ocasiones como esa pensar está sobrevalorado.
—Mira quién fue a hablar —Liam carraspeó y vi que dejaba caer las manos sobre su regazo por primera vez, como si hablar le estuviera ayudando a relajarse —. Tú sí que eres perfeccionista.
—La perfección no existe. —Eros miró por el espejo retrovisor que tenía a su izquierda y puso el intermitente para girar a la derecha.
—¿Entonces por qué dices que soy perfeccionista?
—Porque sé que te molesta.
Los labios de Liam se curvaron en una sonrisa y ese ligero y fugaz movimiento, por imposible y extraño que pareciera, terminó captando la atención de Sara, que dejó de mirarme para mirarlo a él. Suspiró con lentitud y no me hizo falta tocar su corazón para saber que latía con fuerza.
—¿Por qué te metiste en un contenedor? —preguntó ella cuando comenzamos a ver unas luces blanquecinas que superaban las copas de los árboles.
Seguí su mirada y me topé con los ojos celestes de Eros. La curva de sus labios se había convertido en una línea recta. Cuando habló, su voz también adquirió un tono más grave, lo que me hizo pensar que el tema era más serio de lo que en un principio parecía.
—Porque por desgracia vivimos en un mundo en el que las personas no saben querer a los animales. Aunque no me sorprende. Tampoco es que sepan quererse entre ellas.
El estómago me dio un vuelco cuando lo escuché decir eso y además de esa forma. Pude hacerme una idea de a lo que se estaba refiriendo. Si ya de por sí existían personas que trataban mal a los demás por cosas que salían del entendimiento de alguien con sentido común, cuando había animales de por medio, las cosas se volvían mucho peores. Pero no sé por qué sentí que lo decía como si eso le hubiese afectado directamente. Lo vi en sus ojos, fue como una pequeña chispa que se prendió y que se apagó cuando parpadeó.
—¿Qué había dentro? —me atreví a preguntar cuando Sara se quedó sin voz.
—Cuatro gatos recién nacidos. —Fijó los ojos en el frente y un músculo de su mandíbula se tensó—. Todavía tenían el cordón umbilical, así que imagínate el tiempo que pudieron estar con su madre.
—¿Y… sobrevivieron? —pregunté tras varios segundos.
Eros miró a Liam y entonces, su mano se movió en nuestra dirección y yo me sobresalté cuando tuve la pantalla de su móvil justo delante de mí.
—Cody, Hardin, Caden y Neus —dijo Liam poco después. Vi tres gatos idénticos de pelaje rojizo y uno carey. Eran adultos, lo que significaba que el final de la historia no había sido el que tanto temía—. Tienen cuatro años, pero siguen siendo tan revoltosos como el primer día.
El cariño con el que pronunció esas palabras hizo que mi corazón se enterneciera. La imagen de su teléfono me recordó a un cuadro de Henriette Ronner-Knip, aunque la única diferencia era que la madre no aparecía. Ese detalle me entristeció, pero cuando miré a Sara me di cuenta de que su expresión se había suavizado.