Se suponía que en aquella parte de la casa debía de estar sintiendo frío. Lo había sentido al salir del coche y antes de entrar a la fiesta. No fue hasta que crucé el umbral de la puerta que la calidez del interior me envolvió al igual que lo estaban haciendo los brazos de Eros en ese momento.
Calor.
Eso era lo que sentía mientras mi cuerpo se pegaba cada vez más al suyo, como si fuéramos dos piezas de un puzle que encajaban a la perfección.
Jadeé en busca de aire y de pronto dejé de estar sentada sobre su regazo. Con un movimiento suave y delicado, hizo que uno de sus brazos me rodeara la cintura y el otro lo colocó un poco más abajo de la parte trasera de mis muslos. Tiró de mí hacia él y cuando quise darme cuenta, su espalda estaba apoyada contra la puerta y yo estaba encima suyo. Esa vez sí que lo estaba, no como en la cocina, y aunque nuestros labios apenas dejaron de tocarse, a él no pareció importarle. El movimiento de su boca contra la mía era lento y pausado, al igual que lo era la forma en la que me estaba acariciando. Su pecho rozaba el mío con cada respiración que daba y al principio mis manos se movieron con torpeza sobre él como resultado de mis nervios y de mi inexperiencia, pero fue precisamente eso lo que hizo que aumentara la presión de su mano en mi cintura.
Eros rompió el contacto de nuestros labios, en ocasiones frenético, para susurrar mi nombre y pegar los suyos contra la piel sensible de mi cuello, pero antes incluso de que pudiera decir nada, me besó de nuevo.
Entonces, comencé a mover las manos sin apartarme. Recorrí su abdomen marcado con las yemas de mis dedos, empapándome del calor que su cuerpo emanaba, y él jadeó contra mi boca cuando tracé a conciencia los tatuajes de sus costados antes de extender mis manos sobre la mariposa isabelina que cubría sus pectorales. Había pasado noches enteras en vela soñando con hacer cosas así y con que él me las hiciera a mí. Esos pensamientos recurrentes me ayudaban a alejar esas pesadillas tan molestas, especialmente cuando la ansiedad amenazaba con apoderarse de mi cuerpo y anular mis sentidos. Con solo sentir que estaba cerca, mi corazón se calmaba. A veces sentía que todo iba más allá de un plano físico, pero decir algo así en voz alta me daba vértigo.
No sabía muy bien por qué había empezado a sentir esa necesidad de tocarlo como lo estaba haciendo. No es como si hubiera un reloj que marcara el tiempo que podíamos estar juntos, pero, aun así, me hubiese gustado que se detuviera.
Me pregunté qué estaría pasando por su mente mientras recorría mi labio superior con la punta de su lengua para después trazar con ella las comisuras que se me curvaban inevitablemente hacia arriba. Mis manos ascendieron por su camisa y traté de no pensar en que podría darse cuenta de que mis dedos estaban temblando cuando los cerré en dos puños a ambos lados del broche dorado. Hasta ese día había logrado reprimir esa necesidad de tocarlo, de besarlo y de acariciarlo como realmente quería hacerlo sin saber muy bien el por qué, pero cuando vi que todas las personas que habían ido a la fiesta estaban disfrutando de su presente sin preocuparse por el futuro y lo que les depararía, quise ser… egoísta. Porque lo estaba siendo. Estaba siendo egoísta con Eros porque yo lo había besado primero sabiendo lo que podría conllevar. Lo había besado sin más y él se había quedado tan sorprendido de que lo hubiera hecho que ni siquiera fue capaz de reaccionar.
Había perdido la cuenta de las veces que me había imaginado a mí misma besándolo, pero no fui capaz de hacerlo hasta que perdí el miedo a tocarlo. Después de lo que pasó en el taller, comencé a verlo a él, al Eros del presente. Veía su cuerpo cubierto de hermosos tatuajes, no las cicatrices que se ocultaban bajo la tinta. Sabía que no podría olvidarme completamente de ellas, pero no quería que fueran un obstáculo para ninguno de los dos.
Eros merecía recibir el mismo amor que irradiaba con cada sonrisa, con cada beso, con cada abrazo y con cada gesto que tenía hacia mí. Eros era… Quizás era demasiado bueno para mí. Quizás no lo merecía. Quizás nunca podría llegar a estar a su altura. Quizás esas voces que tenía en mi cabeza y que me repetían que no sería suficiente terminaban teniendo razón, pero esa noche no quise hacerles caso. Aunque ellas se asemejaban a las ninfas del cuadro de Bouguereau, no dejé que me afectaran. Los suspiros entrecortados mezclados con nuestras respiraciones agitadas las silenciaron.
Sabía que a él no le importaba que hiciera eso, que lo besara de esa forma, hundiendo mis manos en su pelo rubio y atrayendo su cabeza hacia mí, como si quisiera beber de sus labios, como si quisiera que ese roce intenso y a veces fugaz se convirtiera en algo eterno. Aunque sabía que esos besos jamás sustituirían a los que compartimos en Paradise, estaba claro que marcarían un antes y un después en nuestras vidas. Pensarlo hizo que mi corazón se agitara y mi pecho tembló contra el suyo cuando clavé mis rodillas en el suelo, me coloqué entre una de sus dos piernas y llevé mis manos a sus hombros mientras él me rodeaba la mandíbula con la mano que tenía tatuada y la otra se perdía entre los mechones oscuros que poco tiempo atrás habían estado recogidos en una trenza que él mismo había hecho con mucho cuidado.
Siempre me gustó el cuadro de El beso de Francesco Hayez y puede que por eso pensara en él cuando abrí los ojos durante un segundo y vi que los suyos estaban cerrados. Los mechones dorados de siempre caían desordenados sobre su frente y las pestañas le acariciaban los pómulos. El cosquilleo que me recorrió las puntas de los dedos por querer apartárselos fue tan intenso que me resultó casi doloroso. Habíamos pasado de estar en medio de una multitud a estar completamente a solas. Todavía podía sentir los ojos de Leo en mi nuca, pero también me olvidé de él y de lo que había hecho con Eva. Puede que nada de lo que estuviéramos haciendo estuviera planeado y puede que el dicho de que las mejores cosas suceden cuando no se planean se estuviera cumpliendo. Pero si entraba de nuevo a cuestionarme si se debía a la casualidad o al destino, no terminaría nunca.