La primera semana de noviembre pasó demasiado rápido. También influyó que no paré de trabajar ni un segundo. Estaba tan atareada que apenas cogía el móvil, pero siempre me emocionaba cuando llegaba la medianoche y dejaba todo lo que estaba haciendo para responder a los mensajes de Eros, sin importar que fueran cortos o largos. El jueves por la noche le envié el resultado del trabajo que debía entregar al día siguiente y me alegró que le gustase tanto como a mí. Aunque sabía que el profesor nos devolvería los dibujos cuando finalizara el cuatrimestre, hice dos más y los guardé en dos libros diferentes por si algún día los releía y me encontraba con ellos por casualidad.
Evité ver a mi padre para no tener que revivir lo que pasó el día anterior. Con mi madre sí hablé, en concreto de los postres que prepararía para la asociación de lucha contra el cáncer que visitaría el fin de semana. Cuando mencionó ese tema, recordé a Mateo y quise preguntarle por él, pero me arrepentí en el último momento porque sabía que le terminaría afectando más de lo que podía imaginarme.
Cuando me desperté el viernes por la mañana ambos se habían ido a trabajar. Mi madre me dejó una nota sobre el frigorífico donde me decía que no volverían hasta el domingo por la tarde. Era una manía suya, ya que podía escribirlo por el móvil, pero me gustaba que hiciera eso. También me recordó que no me olvidara de tomar las pastillas, pero su sabor amargo hacía rato que se había extendido por todo mi paladar cuando terminé de leer la frase que había escrito con una caligrafía tan perfecta que no parecía hecha a mano. Salí de casa poco después, abrigada hasta el cuello y con la carpeta morada debajo de mi brazo. El cielo estaba gris, encapotado, y no solo se debía a que eran poco más de las siete de la mañana, sino porque había alerta por lluvia. Por eso llevaba un pequeño paraguas del mismo color que la carpeta en mi bolso negro.
El aire frío meció los mechones sueltos de mi pelo y el olor a tierra mojada me hizo cerrar los ojos unos segundos mientras esperaba el autobús en compañía de varias personas que estaban lejos de ser universitarios. Al menos no de mi edad. Cada uno iba a lo suyo. Nadie hablaba con nadie. Lo único que teníamos en común era que compartíamos el silencio. Me sentía un poco como el niño que Theophile Emmanuel Duverger retrató en un cuadro al que tituló Solo. Siempre me sentía así después del día de Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos, sin importar que hubiera sido el martes. William Adolphe Bouguereau tenía una pintura en referencia a ese día, pero sin saber muy bien por qué, esa semana me identificaba demasiado con su protagonista. A pesar de que no entendía por qué la gente se aferraba tanto al cuerpo de sus seres queridos, ya que creía firmemente que la esencia se encontraba en el alma, eso era un pensamiento que me guardaba para mí misma. Tampoco decía nada cuando mi madre lloraba en silencio ante la tumba de mi tío, su hermano menor, que había fallecido dos años atrás por un infarto al corazón. Pero la entendía, claro que la entendía.
Todavía le dolía demasiado. Y a mí también.
Si mi silencio y mi compañía la consolaban, no le negaría ese derecho, ya que mi padre no podía dárselo. Su trabajo, su vida en general, era más importante. Y yo, aunque no pensaba como él, intentaba entenderlo. Intentaba desesperadamente encontrar un motivo para mitigar esa sensación de rechazo que me carcomía por dentro. Lo intentaba por ella, porque si por mí fuera, habría dejado de intentarlo mucho antes de lo que pasó en Tres Mares.
Cuando me subí al autobús, coloqué el cuaderno de dibujo sobre mi regazo con la intención de darle vida algo algo, sin importar lo que fuera, pero las finas gotas de lluvia golpeando los cristales me distrajeron y pasé el trayecto entero perdida entre mis pensamientos, cuestionando una y mil veces las palabras de Leo y de mi padre. Y esa sensación que terminó volviéndose asfixiante, me acompañó durante toda la mañana.
A mediodía fui a una de las salas de estudios que estaban junto a la biblioteca para terminar un trabajo de la asignatura de Intervenciones escultóricas en el espacio urbano y natural con Leah, Eve, Maia y Aurora. Habíamos formado el grupo en el primer año y eso mismo nos permitía rozar siempre el sobresaliente, ya que los defectos de unas se cubrían con las virtudes de las otras. Sus risas y conversaciones surgían con naturalidad, y yo siempre formaba parte de ellas, pero ese día no me apetecía hablar. Me excusé diciendo que no me encontraba muy bien y que seguramente estaba incubando algún resfriado, pero ellas no eran conscientes del riesgo que eso supondría para mi salud y no tenían por qué saberlo. No tenía mucho sentido preocupar a los demás con algo que solo me afectaba a mí.
A última hora sentí los ojos de Eva, que se sentaba un par de mesas detrás mío, clavados en mi nuca, lo que me hizo revivir recuerdos y sensaciones de aquella dichosa fiesta. Sin embargo, hice todo lo posible por ignorarla y que ella se diera cuenta. Por eso cuando fue su lápiz el que “accidentalmente” resbaló de sus manos y cayó junto a mis pies, no me molesté en cogerlo, sino que seguí tomando apuntes como si la vida me fuera en ello. Las diapositivas eran bastante esquemáticas, pero el profesor no detuvo su discurso sobre las sombras, los contrastes y las posturas ni para beber agua. Aun así, sabía que no me libraría tan fácilmente, pero con lo que no contaba era con que yo no estaba de humor, y tenía que admitir que lo que hizo con Leo también influyó en cómo actué ese día, porque todos tenemos un límite y ambos lo sobrepasaron.
Estaba guardando el estuche en mi bolso cuando la escuché pronunciar mi nombre de nuevo. La ignoré, pero una vez que entregué mi trabajo y me dirigí hacia la puerta, ella me siguió, aunque esa vez lo hizo sola.