Luces de neón

Capítulo 32. Secretos

Casi había olvidado el fresco olor a jazmín del interior del Estudio de tatuajes Edén. La luz del sol apenas tenía fuerzas para colarse a través de las cristaleras, pero las luces blanquecinas del techo eran más que suficientes. Sentí un aleteo en el centro del pecho cuando vi los dibujos enmarcados en cuadros con bordes de diferentes colores y formas. Eso hizo que mi mente rescatara el recuerdo de cuando me dijo que tampoco le gustaba tener las paredes vacías. No podía estar más de acuerdo con él. Sin embargo, algo de lo que no había podido olvidarme, aun con el paso de los años, era la forma en la que dibujaba. Eros podía decir lo que quisiera, incluso quitarse el mérito, pero nunca antes había visto a nadie hacerlo con esa precisión. Incluso en Tres Mares había dibujado mis manos con un fino palo de madera. Y lo mejor de todo era que no perseguía la perfección, sino que básicamente hacía lo que le gustaba y le hacía feliz.

De pronto, escuché como si algo o alguien estuviera arañando la puerta de la sala de espera, que a diferencia de la última vez que fui allí, estaba cerrada. Miré a Eros, pero él solo sonreía mientras seguía sujetándome de la mano. Sus ojos estaban fijos en la parte inferior de la puerta, donde las patas de Hécate iban de un lado a otro, creando un sin fin de sombras que se movían de izquierda a derecha.

—Normalmente no diría algo así. —Le dio un apretón a mi mano y giró su cabeza en mi dirección—. Pero que te hayas puesto un vestido hoy quizás ha sido un poco arriesgado.

Fingió una cara seria y casi me reí al verla. Un destello cruzó su iris azul, de un color similar al del cielo a plena luz del día, y el cosquilleo de mi estómago apareció de nuevo, haciéndose presente.

—Puedo quitarme las medias si lo dices por eso.

Debió de parecerle imposible contener la sonrisa que acabó tirando de las comisuras de sus labios. Le salieron dos arruguitas a ambos lados de los ojos cuando la misma llegó hasta ellos y fue entonces cuando dio un paso hacia mí. Aunque pareció volver a repetirse nuestro segundo encuentro, no tenía nada que ver con lo que sentí en ese entonces. Y es que, aunque quisiera negarlo y me lo repitiera hasta que me cansé de hacerlo, me hizo sentir algo, a pesar de que no sabía ni el motivo ni la razón. Pero mientras levantaba la mano que tenía libre y la deslizaba por mi brazo derecho hasta rozar las puntas de sus dedos con las mías, comprendí que todo lo que sentía iba más allá de la mera atracción física. Al menos eso era lo que me decía mi corazón. Y yo siempre confiaba en él, por eso siempre me pasaba lo que me pasaba.

—O puedo quitártelas yo.

Se inclinó hacia delante y yo no supe si lo decía en broma o completamente en serio, pero cuando hice el intento de hablar mientras sus dedos seguían jugueteando con los míos, la puerta de la sala de espera se abrió de golpe y una bola de pelo dorado vino directa hacia nosotros.

—¡Hécate!

Tan solo fui capaz de escuchar el sonido acompasado que hicieron las almohadillas de sus patas golpeando el suelo mientras se acercaba a toda velocidad, pero no pareció que la estuviera regañando. Al menos no por haber abierto la puerta. Quizás sí por habernos interrumpido. Y puede que por eso mismo su voz fuera demasiado suave como para que lo hiciera parecer enfadado. Habló igual que lo hizo en la playa, de una forma tan cariñosa que hizo que mi corazón se enterneciera por momentos, y su cuerpo cubrió el mío con la intención de que no se abalanzara sobre mí y terminara rompiéndome las medias. Sin embargo, lejos de comportarse como los perros del cuadro de Venus y Adonis de Henri Regnault, se pareció más a los de Abraham Bloemaert, ya que cuando coloqué las manos a ambos lados de sus brazos y me puse a su lado, se sentó a sus pies y movió la cola, mirándonos a ambos como si estuviera esperando una especie de señal por su parte para poder acercarse.

—Hola, Hécate —dije usando su mismo tono.

Eros se agachó y ella estiró sus patas y las colocó sobre las punteras de sus Converse negras. Una risa a la que había comenzado a acostumbrarme trepó por su garganta al tiempo que le acariciaba la cabeza con delicadeza, como si quisiera peinarla.

—Buena chica —susurró. No pude evitar acordarme de su perro y ni siquiera luché contra la necesidad irrefrenable de colocar mi mano sobre su hombro, así que lo hice, como si eso pudiera servirle de consuelo, aun sabiendo que hacía años que no tenía a Zeus a su lado. Pero aunque no lo hice solo con esa intención, cuando nuestros ojos volvieron a encontrarse pareció entender perfectamente lo que los míos le decían porque la luz de los suyos pareció debilitarse cuando parpadeó—. Ahora puedes saludarla —dijo sosteniéndome la mirada unos segundos antes de volverse por completo hacia ella.

Hécate pareció entender a la perfección lo que acababa de decirle. No le hizo falta repetirlo dos veces, ya que se levantó del suelo y dio un par de pasos hacia mí, moviendo la cola con energía.

—Hola, bonita. ¿Cómo estás? —pregunté como si realmente pudiera responderme. Pero las personas hablaban así con sus mascotas, ¿no? Hathor y Anubis, los gatos de Hugo, eran como sus hijos, al igual que Kija para Nanami—. Cuánto tiempo sin verte.

Me agaché también, poniéndome a la altura de Eros, y la acaricié detrás de las orejas. A Kija le encantaba que le hiciera eso, y a puede que a ella también, ya que se tumbó boca arriba y me miró como si me estuviera pidiendo que le rascase la barriga. Tenía manchitas de color blanco y marrón, y cuando toqué su piel, descubrí que era tan suave como su pelo. Además, olía a colonia. Era como una especie de peluche esponjoso y lleno de amor.




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