—Estoy esperando una respuesta por tu parte, Dafne. Y se me está agotando la paciencia.
La miré en silencio y ella alzó los brazos al cielo como si estuviera atravesando alguna especie de calvario. Antes de que dijera nada, la pintura de Satanás de Gustave Doré se abrió paso entre mis pensamientos, pero no tenía mucho sentido que me pusiera a divagar en mi repertorio de obras famosas de la Historia del Arte cuando la tenía delante de mí con una expresión desencajada en el rostro.
—¿Qué haces aquí? —murmuré.
Me quedé quieta en la silla sin molestarme a recoger el vaciador que descansaba junto a mis pies.
—¿Cómo que qué hago aquí? —preguntó. Su tono fue una mezcla de enfado y de incredulidad—. Explícame por qué tenías esto en tu habitación. ¡Son chucherías, Dafne! —Dio un paso hacia delante y varios mechones de su moño quedaron sueltos. Sus ojos color avellana brillaron—. ¿Acaso no eres consciente de lo peligroso que es esto para tu salud?
—¿Has entrado... en mi habitación?
Se suponía que estaba terminalmente prohibido hacer eso. Mi madre acaba de romper las dos únicas reglas que sostenían nuestra casa y no parecía importarle en absoluto.
—Eres mi hija. Tengo derecho a hacerlo. —Su mirada me heló la sangre. Podía entender que estuviese enfadada porque en ese momento no sabía que esas chucherías eran caseras y no llevaban azúcar, pero, ¿acaso me creería si se lo decía?—. Merezco una explicación.
Avanzó hasta la mesa y dejó el táper allí. Se cruzó de brazos y apretó la mandíbula. Pocas veces se enfadaba de esa forma, a pesar de que era muy meticulosa y le gustaba tener todo bajo control, pero había temas con los que prácticamente se ponía a la defensiva sin atender a razones.
—¿Desde cuándo las reglas han cambiado?
Aunque yo no me puse a su nivel, no pude evitar sentirme traicionada. Se suponía que las normas no podían romperse tan fácilmente. Si estaban ahí era para evitar incidentes como el de ese día.
—Parece que no me estás escuchando. No voy a repetirlo más, Dafne. —Apoyó una mano sobre la mesa y me miró con atención—. Tienes tres segundos para explicarme por qué tenías esto en tu habitación.
—¿Has estado mirando entre mis cosas?
Percibí el sabor amargo de la traición en la punta de mi lengua y esperé que ella viera cómo me sentía a través de mi ojos.
—Soy tu madre —aseveró—. Y me preocupo por ti.
—Sé cuidarme sola —respondí tratando de mantener un tono neutral—. No tienes que ponerte así por una tontería.
—¿Tontería? —Entrecerró los ojos y golpeó la mesa lo suficientemente fuerte como para que me sobresaltara—. ¡Tu salud no es una tontería! Parece mentira que después de todo lo que nos has hecho pasar vengas con esas. ¿Acaso no entiendes que no puedes llevar una vida como los demás? Tu condición no te lo permite. Tienes que cuidar cada cosa que haces porque de lo contrario puedes acabar de nuevo en el hospital. Y sabes lo duro que es eso, lo sabes.
—Sí, lo sé.
Lo sabía porque era yo quién lo había sufrido en primera persona.
—¿¡Entonces qué hacían estas chucherías en tu habitación!?
—No llevan azúcar.
—¿Qué?
—Que no llevan azúcar.
Una sonrisa demasiado fría curvó sus labios. Odiaba verla así. Lo odiaba con toda mi alma.
—¿De verdad esperas que me lo crea?
—Nunca te mentiría.
Pero, de hecho, sí que lo hacía. Lo hacía cada fin de semana cuando le decía que estaba con Sara y en realidad estaba con Eros. Lo hacía cuando le decía que me iba a dormir y me quedaba hablando con él hasta altas horas de la madrugada.
Y lo hice en ese momento.
—¿Lo juras?
Aunque habló más bajo, su voz no perdió autoridad. ¿De verdad sería capaz de mentirle mirándola a los ojos?
¿A mi propia madre?
Por mucho que me doliera y me hiciera sentir mal conmigo misma, no podía contarle toda la verdad. No todavía. Era demasiado pronto y pensaba que ninguno de los dos vería con buenos ojos mi relación con Eros.
¿Mi relación con Eros?
¿A que me refería con la palabra relación?
Por mucho que me pesase, lo nuestro no tenía un nombre, no tenía una etiqueta, no se podía catalogar, pero... no quería renunciar a lo que tuviéramos, fuera lo que fuera. Y si tenía que mentir hasta que me sintiera preparada para hablar de ello, lo haría, aunque en el fondo sabía que no estaba bien. No estaba bien mentirle a mi madre ni tampoco esconder a Eros de esa forma, pero creía que, al hacerlo, lo estaba protegiendo.
—Nunca te mentiría —repetí, aunque no lo juré, porque eso era demasiado, incluso para mí.
—¿De dónde las has sacado?
Cerré los ojos y tomé aire con fuerza.
Lo siento, lo siento, lo siento. No quería mentirte, mamá, pero tenía miedo de muchas cosas. Decepcionarte era una de ellas, a pesar de que no hubiera nada de malo en querer a otra persona. Y Eros no tenía culpa de tener un pasado como el suyo, a pesar de que todavía no me había hablado sobre él.
—Son caseras. Las hice con Sara el otro día. Puedes llamarla y preguntárselo.
Sus labios se apretaron formando una fina línea y sus ojos parecieron suavizarse, pero sabía que le llevaría un rato apaciguar el incendio que se había iniciado en lo más profundo de su corazón.
—¿Lo dices en serio?
—Sí —respondí cuando el silencio se volvió insoportable—. Son caseras. No llevan azúcar, así que no van a matarme. Bueno. —Miré a la papelera y después a ella—. Ahora desde luego que no pueden hacerlo.
Se había deshecho de ellas como si no fueran nada, sin pensar en la persona que había empleado su tiempo para hacerlas. Eso me dolió. Me dolió mucho. Él estaba tan orgulloso del resultado que me terminó contagiando su felicidad. Decidí dejar las estrellas azules para el final porque su sabor me recordaba al beso que habíamos compartido en la playa, pero ya no había nada que hacer con ellas. Descansaban juntas sobre una superficie fría de metal junto a las virutas negras del lápiz que había estado usando para dibujar.