El domingo por la tarde me dije a mí misma que lo esperaría pacientemente en el taller. Mi plan consistía en darle los toques finales a la escultura a pequeña escala mientras Eros llegaba a casa, pero me sentía tan ansiosa que era prácticamente imposible que permaneciera sentada sobre una silla por más de dos segundos.
Lo estaba esperando en casa.
Sí, en casa, porque después del incidente con mi madre la semana anterior decidí seguir tentando a la suerte, tal y como dijo cuando me acompañó hasta la parada de autobús. Tras hablar con Hugo, sentí que me quitaba un gran peso de encima. Fue como si hubiese estado soportando una carga muy pesada por mucho tiempo. Al deshacerme de ella, una calma inmensa se apoderó de mi cuerpo y de mi mente, aunque me hizo prometerle que todo lo que me había contado debía de quedar entre los dos. Además, me aseguró que no había compartido esa información con nadie, ni siquiera con Ian, y que yo debía de hacer lo mismo.
—Por el bien de los dos —murmuré.
Eran casi las seis de la tarde. Estaba andando en círculos alrededor de la mesa del salón, alternando con la de la cocina. No dejé de hacer girar el anillo de mi dedo anular en un intento de aliviar la burbuja de nervios que se extendía por mi estómago, llegando hasta las puntas de mis dedos, pero esos nervios eran diferentes. No se parecían a los que sentí el día anterior al entregar el trabajo de la asignatura de Pintura y paisaje ni tampoco a los que se apoderaban de mí cuando tenía que discutir algún asunto serio relacionado con mi futuro.
Esos nervios eran los que sacudían mi cuerpo cuando tenía un lienzo en blanco delante de mí. Eran los nervios del principio, o como diría Calipso, del principiante. Aparecían siempre que decidía explorar lo desconocido, cuando me lanzaba a por algo que me hacía sentir que todo lo que hacía era porque quería. Y lo hacía por mí y para mí, no para contentar a los demás.
Me obligué a dejar el teléfono sobre la mesa para no mirar la hora. Sabía que no vivía lejos, en realidad, solo habían pasado diez minutos desde su último mensaje. En vez de hacer eso, pensé en lo que haríamos después y los latidos de mi corazón se dispararon cuando casi pude sentir la firmeza de la piel de su estómago contra la yema de mis dedos. Le eché la culpa a la calefacción, pero terminé teniendo tanto calor que me quité el jersey color crema y me quedé con la camisa marrón de cuello alto que llevaba debajo.
Di otra vuelta a la mesa del salón y me detuve a observar las fotografías que descansaban en el mueble de madera de roble junto a la televisión. En una de ellas aparecía con cinco años, pintando con ceras blandas en la escuela. En otra con doce años, el día que estrené mi vestido azul favorito, en la playa de la Barceloneta. En la segunda leja estaba la de la boda de mis padres, donde la sonrisa radiante de mi madre contrastaba con los labios fruncidos de mi padre, además de esa fotografía junto a los padres Leo, el día que él cumplía dieciséis años. La odiaba porque su mano descansaba en la parte baja de mi espalda, oculta de vista de todos, aunque mi cara era el vivo reflejo de la joven de La venganza está jurada de Francesco Hayez.
Me aparté mientras cabeceaba y volví a la cocina. Por la ventana del salón entraban los últimos rayos de sol del atardecer. Sin embargo, cuando fui a encender el interruptor que se encontraba junto al frigorífico, sonó el timbre. Inmediatamente, sentí un calor en la parte trasera de mi nuca y me quedé quieta unos segundos como si me estuviera debatiendo entre ir a abrir la puerta o correr a esconderme. Finalmente, giré sobre mis talones y cogí aire con fuerza. Susurré su nombre mientras avanzaba hacia la puerta y casi tropecé con mis propios pies al llegar allí.
Era un completo manojo de nervios cuando abrí la puerta y esta emitió el crujido de siempre. No me molesté en mirar por la mirilla porque, por muy cursi que pareciera, sabía que era él. Quizás fue por la melodía intencionada que hizo al pulsar el timbre, pero cuando tiré del pomo hacia mí y lo primero que vi fueron sus ojos azul celeste y su rostro enmarcado por luces rosadas y anaranjadas, sentí que toda esa semana sin haberlo visto se convirtió en un mes.
—¿Debería saludarte y después besarte o prefieres que lo haga al revés?
Lo correcto hubiese sido decirle que quería que primero me besara, pero, ¿por qué malgastar el tiempo que teníamos juntos con cosas como esa cuando yo también podía besarlo antes de preguntarle cómo estaba?
Me armé de valor y me creí capaz de hacerlo sin que mis manos o mis piernas temblaran. Él debió leer mis intenciones a través de mi mirada, ya que cuando cubrí el espacio libre entre su cuerpo y el mío, sus manos acudieron a mis mejillas, imitando al chico del cuadro de Respirarte de Joseph Lorusso. Cerré los ojos al tiempo que rodeaba sus hombros con mis brazos y el primer movimiento de mis labios contra los suyos le arrancó un sonido que provino del fondo de su garganta. Fue como una especie de risa, pero antes de que pudiera procesarla, su boca se movió de forma lenta contra la mía. Después aumentó el ritmo, tanto, que esa suavidad del beso inicial casi se desvaneció por completo. Sus manos comenzaron a explorar mi espalda y yo lo empujé hacia dentro tratando de no romper el contacto ni con su pecho ni con sus labios.
Pudimos haber sido como Paolo Malatesta y Francesca da Rimini en la escultura de El beso de Auguste Rodin, pero creo que ninguno de los dos quería ir tan despacio. Tendríamos tiempo de hacerlo así, lento y pausado, pero quise perderme un poco en él. Quería ahondar en sus sentimientos y así saber exactamente lo que quería hacer conmigo. Al menos yo le dejé claro lo que quería hacer con él, a pesar de que quizás debí pararme a pensar en cómo lo miraría después de haber hundido mis manos en su pelo y de haberlo besado haciendo que mi lengua fuera la que primero acariciase la suya.