Saber con certeza que mis padres no vendrían hasta mitad de semana me hizo prolongar ese domingo hasta la medianoche. En realidad, Eros se quedó conmigo hasta pasada la medianoche. Es por eso que cuando le hice un par de fotografía más y dejé apuntado en mi libreta algunas modificaciones que tendría que hacer en un futuro, le pedí que me acompañara de nuevo hasta a la cocina.
Él solo sonrió y asintió, pero yo me sentí como el protagonista masculino del cuadro de La propuesta de Alfred W. Elmore.
Que depositara un suave beso en mis labios antes de girarse en dirección a la puerta del taller avivó esa voz en mi interior que me pedía a gritos que le invitara a pasar la noche juntos.
Pero, ¿qué excusa me podría inventar?
Desde luego que lo de que no me gustaba dormir sola no funcionaría, aunque eso no era del todo mentira.
Bajamos por las escaleras con las manos unidas sin dejar de hablar, aunque no me atreví a decírselo. No tenía miedo de quedarme con él a solas. La mayoría de las veces que nos veíamos lo estábamos. Además, sabía que no haríamos nada que yo no quisiera.
Algo cambió en él cuando le dije que fue mi primer beso, pero también era consciente de que no solo me besó en Paradise.
Me tocó.
Eso era algo que los dos sabíamos muy bien.
Esa noche, sus manos se deslizaron por todo mi cuerpo como si supiera perfectamente lo que estaba haciendo. Él quería hacerme sentir bien y lo hizo, pero estaba casi tan nervioso como yo. Eso fue algo que descubrí cuando pude conocerlo mejor.
A mí se me notaba demasiado porque tenía la manía de hacer girar el anillo, pero él tenía otros métodos más discretos como mordisquearse el labio inferior, deslizar las manos sobre sus piernas y tamborilear los dedos sobre cualquier superficie, sin importar que fuera una mesa o mis piernas.
Las luces blancas de la cocina le dieron ese aspecto angelical de siempre, lo que me hizo sentir como la artista más afortunada del mundo por poder tenerlo como modelo. Sus profundos ojos azules miraron con asombro la tarta de arándanos de tres pisos y después los posó en mí.
—Es un detalle de Ian —le expliqué mientras él no parecía demasiado convencido por lo que le acababa de proponer—. Pero no puedo comérmela yo sola y esta semana no he podido prepararte nada.
—Dafne. —Habló en voz baja. Le gustaba hacer eso cuando estaba prácticamente a mi lado—. Sabes que no hace falta que cada semana me prepares algo de comer. Lo que me dijiste del bizcocho…
—Te dije que te haría bizcocho de vainilla todas las semanas si eso te hacía feliz —lo corté, alineando su cara con la mía. Él retiró su brazo hacia atrás, acortando los centímetros que nos separaban—. Lo hago porque quiero. Lo hago porque me gusta hacerlo. Lo hago por ti.
—Lo sé —dijo tras un breve silencio en el que no dejó de mirarme. Sus dedos índice, corazón y anular se posaron en mi rodilla y comenzaron a deslizarse hacia arriba de forma perezosa—. Pero no estaría bien que yo me comiera tu tarta.
—A Ian no le importaría que lo hicieras. Además, puedo hacer con ella lo que quiera.
—¿También le gusta la repostería?
—Aprendió por Hugo. A él le encantan las cosas dulces y esta tarta es su favorita.
Entrecerró los ojos un instante y sus dedos se detuvieron.
—Ian y él están juntos.
Sonó más como una afirmación que como una pregunta.
—Sí. Desde hace varios años. —Quise decirle que estaban en una relación desde hacía cuatro años, pero lo miré tratando de descifrar sus pensamientos. Pensar en esa palabra me hacía sentir pequeña. No me olvidaba de que Hugo y él se conocieron en el pasado, pero sabía que todavía no estaba preparado para hablarme de ello, así que no lo forzaría—. Come conmigo y dime qué te parece.
Mantuvo una expresión seria. Sus palabras, aunque fueron aparentemente inofensivas, puede que estuvieran cargadas de unas segundas intenciones que, para ser sincera, deseaba que se hicieran realidad.
—¿Me darás algo a cambio?
Cualquier cosa que me pidas.
—Un secreto —dije totalmente en serio—. Te diré un secreto si me acompañas.
—Mmh. —Con toda la tranquilidad del mundo, cubrió mi mejilla con su mano y con el pulgar me sujetó la barbilla con firmeza—. Trato hecho.
Sus labios rozaron los míos y solo eso bastó para que me cosquilleara todo el cuerpo.
—Me gustan tus pendientes. —Rozó mi lóbulo derecho y me acarició el pómulo con los nudillos—. El corazón imita al del cuadro de Alegoría de la Caridad de Francisco de Zurbarán.
—Sí. —Esperé que no se diera cuenta de que me temblaba la mano mientras cortaba nuestras porciones. Por suerte, estaba demasiado entretenido con los corazones llameantes que colgaban de mis orejas—. Pero no cualquier persona se daría cuenta de ese detalle.
Sonrió con suficiencia, claramente halagado por mi cumplido.
—¿Eso significa que no soy cualquier persona?
No apartó los ojos de los míos a pesar de la pinta increíble que tenía la tarta que acababa de colocar frente a él. Quizás le pasaba como a mí. Quizás se olvidaba del resto del mundo cuando me tenía delante.