Sentí lo mismo que María Magdalena en el cuadro de Francesco Hayez. Mi cara dejó de transmitir emociones y todo se concentró en mis ojos y en mi corazón. A partir de ese momento tenía que aparentar que era fuerte. Me dije a mí misma que los comentarios de Penélope y de mi padre no debían afectarme.
—Sé fuerte —murmuré—. Sé fuerte, sé fuerte, sé fuerte.
No dejes que te pisoteen.
—Dafne, tesoro. ¿Dónde estabas?
Penélope me miró de arriba abajo antes de detenerse en mis ojos. Mi padre y Ander estaban sentados a su lado. Sobre la mesa había varias cestas con pastas de té y galletas, pero Penélope se había decantado por el vino. Solo mi madre y yo bebíamos té, aunque Leo también rechazaba el alcohol en ocasiones como esa.
Era todo un ejemplo a seguir.
Si tan solo supieran lo que se escondía bajo esa superficie aparentemente impoluta y perfecta.
—En el piso de Sara.
La comisura de su labio se elevó en una mueca de disgusto y ni siquiera se molestó en ocultarlo.
—¿Sus padres pueden permitirse el lujo de pagar un piso cada mes? —Tamborileó los dedos sobre la madera y rodó los ojos—.Me sorprende que el trabajo en la panadería les permita cubrir sus gastos con lo caro que está todo.
—Sus padres no le pagan nada. Sara tiene un trabajo. Puede valerse por sí misma sin ayuda de nadie.
Mi padre se bebió lo poco que le quedaba en su vaso de cristal. A juzgar por la apariencia del líquido ambarino, supuse que sería ron o coñac. Fuera lo que fuera, olía fatal. Demasiado fuerte e intenso. Al menos para mí.
—¿Todavía sigue dando clases particulares? —preguntó mi madre.
Se acercó a la mesa a por su taza roja y se la llevó a los labios.
—¿Y las familias de esos críos no los pueden llevar a una academia? —Miró a su marido, pero este observaba con atención el envoltorio de una pasta de té—. Allí hay gente cualificada. Tu amiga solo está estudiando una carrera. ¿Acaso tiene los mismos conocimientos que alguien licenciado en Matemáticas o en Filología Hispánica?
Curvé los dedos en torno al asa de mi bolsa y la miré en silencio antes de contestarle. ¿Por qué se esmeraba siempre en atacarme a mí o a la gente que conocía? O mejor todavía, ¿qué sacaba con todo eso?
¿Herirme a mí?
¿Hacer que mi padre tuviera un motivo para estar molesto conmigo?
Por mucho que intentara que sus palabras se clavaran en mí tanto como lo hacía la cruz de madera en el costado de la joven del cuadro de El Canto de la Virgen de Roberto Ferri, no podía permitir que se saliera con la suya de nuevo.
—No le hace falta tener un título para impartir una asignatura —rebatí, tratando de mantener la compostura—. Conozco a alguien que sabe mucho de Historia del Arte y ni siquiera ha estudiado esa carrera.
—¿Y quién es ese alguien? —La mano de Leo me cubrió el hombro. No me giré para mirarlo, pero sí vi el brillo en los ojos de mi padre y Penélope—. ¿La conozco? —Me miró con detenimiento. Sabía perfectamente a quién me estaba refiriendo—. ¿O quizás es él y no ella?
Durante ese breve silencio, la mano de mi padre se tensó y también lo hizo un músculo de su mandíbula al apretar con tanta fuerza los dientes.
—Se llama Calipso —respondí para el alivio de más de una persona—. Y es…
—¿Esa solterona del hospital?
Encarné a la Magdalena de Emma Pastor Normann. Fruncí el ceño y la miré con una mezcla de rabia e indignación. Leo soltó un bufido a mi lado y las cejas de mi madre se arquearon brevemente antes de que tomara la palabra.
Agradecí que lo hiciera ella porque, en ese preciso momento, yo era como un verdadero volcán en erupción.
—Es viuda, no soltera, Penélope.
El silencio que siguió a sus palabras fue de lo más incómodo. Por una vez en mi vida, me pregunté si Penélope lo dijo a propósito. Eso había sido demasiado cruel.
—Oh, vaya. No lo sabía.
Hubo algo en el tono de su voz que me hizo pensar que estaba mintiendo.
Mi madre dejó la taza sobre la mesa, se cruzó de brazos y clavó su mirada en ella.
—No. De hecho, sí lo sabías, así como también sabes que es profesora en su universidad. Entonces, no entiendo a qué viene ese comentario.
Un ligero rubor carmesí tiñó sus afilados pómulos. Esperé que sus dedos temblaran ligeramente, pero eso ya sería demasiado.
—Solo bromeaba —dijo finalmente. Una sonrisa para nada sincera curvó sus labios pintados de rojo y entonces, miró a mi padre—. No sé lo que te pasa últimamente, Ágata. Te alteras con la mínima cosa que digo.
La tensión que se apoderó del ambiente podía cortarse con tijeras. Sentí los ojos de Leo puestos en mí mientras que los de Penélope y mi padre estaban fijos en mi madre, que no parecía tener la intención de bajar la guardia.
—No hace falta que estés tan a la defensiva —murmuró mi padre mientras se servía otra copa con total tranquilidad—. Es un comentario sin importancia.