—¿Qué te ha dicho?
Eros golpeó suavemente mi rodilla con la suya. Su voz fue apenas un susurro, por lo que tuvo ese efecto tan calmante en mí, y mientras que sus ojos azules me miraban con atención, los dedos de su mano derecha comenzaron a hacer dibujos sobre mi pierna.
—Es un secreto.
Me aparté varios mechones oscuros de la cara que el viento había decidido mover por cuenta propia y bajé la mirada hasta el lugar en el que descansaba su mano. Esbocé una breve sonrisa cuando reparé en la diferencia de tamaño entre esas dos partes de nuestros cuerpos y mi corazón dio una pequeña sacudida ante esa imagen.
Estábamos en el exterior del hospital, sentados en un banco de madera bajo la sombra de un cedro rojo. Esa semana había preparado bizcochos para llevárselos a Mateo, pero aparté unas porciones para Eros y como estuve toda la mañana en ayunas para sacarme sangre y tenía que tomarme las pastillas, él insistió en que almorzáramos los dos juntos.
—Pero si casi siempre comemos bizcocho —me reí—. Acabarás cansándote de ellos.
Se acercó sin previo aviso y sus labios rozaron los míos. Su mano presionó mi pierna y mi respiración se mezcló con la suya cuando se apartó lo suficiente para poder mirarme a los ojos.
—Eso sería como decir que podría llegar a cansarme de besarte.
—Es una posibilidad —bromeé.
Sus dedos, que cada vez estaban más cerca de la cara interna de mi muslo, comenzaron a distraerme.
—No lo creo.
Sonrió, pero su mirada cayó en mis manos y se desvaneció con lentitud. En ella tenía la pastilla que me correspondía por la mañana y yo también la miré más tiempo de lo normal. Era casi mediodía y las personas entraban y salían de forma continua del edificio principal. De nuevo, no me sorprendí al ver que eran de todas las edades, aunque eso no hacía que me acostumbrara a ello. Estuve tres meses allí encerrada y no lo hice entonces.
Sin dejar de dibujar en mi pierna, Eros se giró y cogió la botella de agua de mi bolso. Me la ofreció y trató de darme otra sonrisa mientras lo hacía.
—Aquí tienes.
Su gesto me enterneció. En realidad, todo lo que hacía tenía ese efecto en mí.
Se acercó un poco más, alineando nuestros cuerpos como si fuera la cosa más natural del mundo para él, y yo cogí la botella.
—Gracias.
La mano que tenía libre me acarició la espalda. No tenía que sentirme mal. Era lo normal. A las personas enfermas les cambiaban la medicación continuamente, pero temía que algo dentro de mí estuviera fallando otra vez.
Luchando contra esos pensamientos intrusivos, me metí la pastilla en la boca y me la tragué con un poco de agua. Su sabor amargo fue lo primero que sentí, por eso levanté la botella con la intención de beber más agua. Sin embargo, no llegué muy lejos porque Eros me la quitó de las manos y antes de que pudiera decir nada, de mi bolso sacó una bolsa de plástico transparente con sus chucherías caseras.
¿En qué momento la había metido sin que me diera cuenta?
Seguro que usó los besos para distraerme.
—He hecho de más sabores. Espero que te gusten.
Me apartó los mismos mechones oscuros de la frente y me besó allí. También la punta de la nariz y las mejillas antes de apartarse. Mientras lo hacía, yo apreté los labios y puse todo mi esfuerzo en tragarme las lágrimas que me quemaban los ojos y la garganta.
—Gracias.
Fue lo único que logré decir. Él, en cambio, no dijo nada más. Puso su brazo a mi alrededor, me acercó a su costado y su dedo índice siguió trazando figuras en mi pierna.
Me acomodé colocando mi cabeza en el hueco de su hombro y me comí una nube, agradeciendo que su sabor a limón se llevara todo el amargor que me invadió minutos antes.
Estuvimos allí sentados hasta que se acercó la hora de la visita de Eros a Mateo. Pareció animarse cuando me dijo que se alegraría de verme. Además, sabía que los bizcochos le encantaban, pero mientras entrelazaba nuestras manos, traté de ignorar de nuevo esa sensación extraña que solía atormentarme de vez en cuando, esa que siempre aparecía cuando algo malo iba a suceder.
¿Por qué sentí que comenzaba a comprender la agonía de Angélica antes de ser rescatada por Roger en el cuadro de Jean Auguste Dominique Ingres?
No. No era agonía. Era desesperación.
Pero, ¿por qué desesperación?
—Dafne, ¿estás bien?
Los dedos de Eros acariciaron mis nudillos para llamar mi atención. Lo miré y vi la preocupación en sus ojos, así que negué rápidamente con la cabeza y le di un suave apretón.
—Solo estoy un poco nerviosa por volver a ver a Mateo. No creo que me recuerde. Han pasado siete años desde la última vez que lo vi.
Las comisuras de sus labios se elevaron, esbozando una sonrisa tranquilizadora. Su mano libre capturó algunos mechones sueltos y mientras los acomodaba detrás de mi oreja, se inclinó para poder besarme en la mejilla.
—Te recordará —respondió con voz suave.