—Háblame de él.
Mi madre me lanzó una mirada de sorpresa desde el sofá. Arqueó las cejas y entreabrió los labios mientras cerraba el álbum de fotos que tenía sobre el regazo.
La luz de la lámpara de la mesilla auxiliar creó sombras oscuras bajo sus ojos, haciéndolos parecer más tristes y cansados.
Los mechones sueltos de su coleta se mecieron ligeramente cuando me senté al lado de ella y la vela con olor a frutas silvestres que estaba en la mesilla titiló, desprendiendo su fragancia envolvente. Eran solo las nueve de la noche y lucía realmente abatida. Supuse que no se debía únicamente al trabajo, sino a todo aquel conglomerado de situaciones que, al igual que a mí, estaban empezando a pasarnos factura.
—¿De quién? —preguntó algo nerviosa.
Su voz tembló ligeramente, revelando lo vulnerable que se sentía hablando de él. Eso solo era una muestra más de lo importante que era para ella.
—De Mateo.
Miré la tapa marrón decorada con un grabado de un árbol de laurel en el centro, cuyas ramas y hojas cruzadas me recordaron a las que brotaban de la mano de Dafne en el cuadro de Giovanni Battista Tiepolo.
—Está bien si no quieres —dije tras un breve silencio—, pero después de volver a hablar con él me gustaría conocerlo un poco mejor.
Sus ojos castaños, iguales a los míos, brillaron momentáneamente. Sacó un pañuelo estampado de debajo de la manta que la cubría de cintura para abajo y se frotó la nariz. Su voz sonó congestionada cuando habló, pero no fue a causa de ningún resfriado.
—¿Te apetece una manzanilla? —preguntó, desviando la conversación a la que tendría que enfrentarse en un futuro muy próximo.
Asentí y traté de darle una de mis sonrisas más sinceras.
—Sí.
—Vuelvo enseguida.
Mi madre se levantó y yo me quedé allí sentada con el álbum sobre mis piernas. Me tapé con la manta y lo sostuve en mis manos, luchando contra la tentación de abrirlo y ojearlo antes de que ella volviera. No recordaba haberla visto con él antes y eso hizo que una chispa de curiosidad se prendiera en mi interior.
Mientras escuchaba el repiqueteo de las tazas al fondo, me perdí un poco en mis pensamientos. Recordé lo que había pasado la semana pasada en el hospital y sentí una sacudida desagradable en el corazón.
No había hablado con él desde entonces. No dormí ni comí bien. Se me revolvía el estómago cuando cerraba los ojos y lo revivía todo.
¿Estaría enfadado conmigo?
Seguro que la forma en la que me comporté le molestó.
Le solté la mano y fingí que éramos dos completos desconocidos. Ambos lo hicimos, pero fui yo la que lo empezó todo. Sin embargo, sabía perfectamente lo que hubiera pasado si mi padre nos hubiera visto juntos. No juntos uno al lado del otro, porque eso sí lo había visto, sino cogidos de la mano.
¿Y si nos hubiera visto sentados en el banco?
¿Y si lo hubiera visto abrazarme?
¿Y si nos hubiera visto besarnos?
Un escalofrío me recorrió la columna cuando visualicé esa escena en mi imaginación y quise borrarla al instante, como si eso no fuera una posibilidad, como si lo mío con Eros fuera algo pasajero.
Una sensación diferente, más amarga y profunda, se instaló en mi cuerpo cuando recordé lo que pasó en el restaurante. En concreto, antes de entrar al cuarto de baño.
Las palabras de Penélope, frías, afiladas y malintencionadas hicieron que la garganta me escociera de nuevo, pero el silencio de mi padre y el de Ander, que no dijeron nada al respecto ni le pararon los pies, los hizo cómplices de todas las barbaridades que dijo.
Yo solo hago negocios, dijo ella con soberbia.
Estaba claro que las asociaciones y los centros con los que colaboraban no tenían ningún significado para ella. Y menos las personas a las que ayudaban con su mera existencia. No obstante, algo tuvo que pasar mientras yo estaba encerrada en aquel cuarto en el que apenas había espacio para dos personas porque cuando volví, solo hablaron del trabajo. Penélope no volvió a mirarme y mi padre no me dirigió la palabra hasta que me dejó en la puerta de casa.
Dile a tu madre que no me espere despierta, dijo cuando ya me había bajado del coche. Entonces fui yo la que no se molestó en contestarle a él. Había tenido suficiente. Primero dándome órdenes delante de Mateo como si fuera su marioneta y después obligándome a ir con ellos cuando era consciente de que Penélope disfrutaba poniéndome en evidencia.
A pesar del mal trago, logré mantener mi dignidad intacta y los comentarios de ambos no me silenciaron. Ni siquiera cuando dirigieron sus palabras hirientes hacia otras personas. En parte, creo que eso me enfureció todavía más. Internamente me sentí como la joven que William Adolphe Bouguereau inmortalizó en Integridad, pero no quería que se me notase demasiado. En realidad, me resultaba conveniente no levantar sospechas. De esa forma, podría protegerme.
Podría protegernos.
—¿Quieres galletas? —dijo mi madre mientras se detenía junto a las columnas.