Eros
Dafne acababa de decir que me había echado de menos.
Joder.
¿La había escuchado bien o tan solo había sido un eco de mí mismo diciéndole que había estado echándola de menos toda la maldita semana?
Dios, no hablar con ella se me había hecho eterno. Los segundos se convirtieron en minutos, los minutos en horas y las horas en años. Jamás creí que sería capaz de entender la agonía de Siegmund y Sieglinde en la pintura de Hans Makart, pero estaba equivocado. Me hubiese gustado aferrarme a ella durante todo ese tiempo aunque nuestro único compañero hubiese sido el silencio. Hubiera preferido su compañía silenciosa antes que su ausencia.
Pero Dafne necesitaba su espacio y yo se lo daría.
Me había acostumbrado a su sonrisa, a su voz y al brillo de sus ojos, pero también a sus mensajes. Cuando no pude ni verla ni hablar con ella, mi cuerpo se quedó en la tierra, pero mi mente se fue a otro lugar. Me quedé solo con mis pensamientos como el ángel de Andreas Birath en A través del Cataclismo.
Pero yo estaba lejos de ser un ángel, al contrario que ella.
Estuve con Mateo hasta la tarde. Convencer a la enfermera fue más difícil de lo que pensé, pero nos habíamos visto varias veces en el mismo sitio y confió en mí cuando le dije que esos bizcochos eran una versión más saludable y que estaban muchísimo más buenos que los convencionales.
Los había hecho Dafne. Todo lo que ella hacía era como una pequeña obra de arte, desde sus dulces hasta sus dibujos y sus esculturas.
Pero claro, Dafne era una obra de arte en sí. Me tenía maravillado, encandilado, hechizado. Llevaba siete largos años sintiéndome así. Nada había cambiado, solo había evolucionado, se había hecho más fuerte. Me tenía en sus manos, a sus pies, pero creo que no era realmente consciente del poder que ejercía en mí.
Puede que Norman Lindsay pintara Sirenas vaticinando nuestra historia. Yo era el hombre que se hundía en el mar y ella la sirena que descendía de los cielos para salvarme y sacarme de la oscuridad, de una oscuridad que ella creía extinguida.
Estaba ansioso por verla, a pesar de que solo habían pasado siete días desde la última vez que la había tocado. Aunque entre semana nos veíamos de forma esporádica, nos mandábamos mensajes y hablábamos por las noches. Bueno, yo le hablaba hasta que se quedaba dormida. Eso despertaba en mí sentimientos ambiguos, porque por mucho que me gustara hacerlo, sabía que algo no iba del todo bien. No le mentí cuando le dije que hacía que mis noches fueran menos solitarias, pero cuando le colgaba, me quedaba pensando en qué era aquello que le impedía conciliar el sueño.
Ella no lo sabía, pero me costaba concentrarme cuando la tenía al lado. Su respiración me distraía. La forma en la que se movía me volvía loco, por no hablar de lo que me hacía sentir cuando me besaba. Había descartado dibujar, pintar o hacer cualquier cosa de ese estilo si eso implicaba que me estuviera mirando porque estaba seguro de que el resultado sería un completo desastre. Prefería hacerlo cuando estaba a solas y después entregárselo, como hice con la vela que tallé para ella, aunque para hacerla malgasté más de una y de dos.
Me ponía nervioso, muy nervioso, pero al mismo tiempo me tranquilizaba.
Y por si no tenía suficiente, lidiar con su imagen en mi mente me resultaba realmente complicado.
Se lo dije en aquella ridícula fiesta de Halloween. Si no llego a besarla después de que ella me hubiera besado primero en la cocina, me habría vuelto loco. Me quedé paralizado cuando lo hizo y creo que estuvo a punto de malinterpretarlo todo. Lo que no sabía, claramente, era que el corazón no me había latido tan rápido desde lo que pasó en Paradise.
Suspiré con fuerza y los nudillos se me pusieron blancos cuando apreté el volante. Tuve que obligarme a respirar con calma si quería llegar de una pieza hasta su casa.
Esa noche en el callejón me dejé llevar. No debería haber hecho eso. No estuvo bien que la tocara de esa forma, en ese lugar. Dafne se merecía que la tocaran, la besaran y la acariciaran despacio, de la cabeza a los pies, pero tenía que admitir que cuando escuché el pequeño gemido que trepó por su garganta cuando me moví contra ella en el taller, estuve muy cerca de ignorar su orden.
Aunque tenía que admitir que eso me calentó muchísimo.
Quizás no fue muy apropiado por mi parte pensar en que podríamos representar cuadros de pintores como Roberto Ferri. La ropa y ese artista no es que fueran precisamente de la mano. Aunque a mí eso no me preocupaba ni lo más mínimo, sabía que a ella no le pasaba lo mismo. No creo que sintiera vergüenza de mostrarme su cuerpo desnudo, sino que más bien se sentía cohibida por que viera su cicatriz.
Dafne pensaba demasiado.
Seguramente creería que le haría mil preguntas sobre ella, cuando lo que quería realmente era besarla.
Aquella cicatriz era la prueba de que era real, de que estaba viva y de que estaba justo delante de mí. Era su marca de supervivencia.
Ese día en el taller, el brillo que se apoderó de sus ojos y el rubor que se extendió por sus mejillas casi me hizo perder el control por completo. Podría poner mi mano en el fuego porque a ella realmente no le hubiera importado demasiado que siguieramos en esa posición, con su cuerpo debajo del mío y con mis caderas presionando contra las suyas.