No sé con seguridad quién tiró de quién, pero cuando quise darme cuenta, estábamos en el asiento trasero de su coche como los protagonistas de El beso de Fernando Cidoncha.
Mis manos cubrían sus mejillas mientras lo besaba. Una de las suyas se cerraba en torno a mi nunca, evitando que me alejara, y la otra descansaba en mi muslo derecho, cubriéndolo por completo.
Su lengua se deslizó sobre mis labios ligeramente separados y sus dedos comenzaron a dejar suaves caricias que ascendían y descendían con lentitud por toda mi pierna.
Coloqué las palmas de mis manos contra su pecho y mi respiración se agitó cuando la que tenía en mi muslo trepó por mi abrigo siguiendo la cremallera hasta llegar al tirador de metal.
Eros se apartó cuando le rocé el cuello con mis meñiques y aunque la oscuridad me impedía verlo con claridad, sabía que estaba dudando.
—Puedes quitármelo —susurré.
Mis palabras hicieron que la mano que tenía en mi espalda pasara a acunarme la mejilla y su cálido aliento acarició mis labios cuando se inclinó para acercarse todavía más.
Estábamos sentados el uno frente al otro, pero mis piernas estaban entre las suyas y si hubiera querido podría haberme sentado a horcajadas sobre él con facilidad. Sin embargo, me faltaba valor para hacerlo, así que permanecí quieta en mi sitio, siendo plenamente consciente de que la mano que tenía debajo de mi barbilla le temblaba.
—No tenemos prisa.
Su mano no era lo único que le temblaba, también lo hacía su voz.
Me incliné hacia él y rodeé su mano con cuidado. Besé su mejilla y apoyé mi frente contra la suya. Al hacerlo, la mano que tenía en mi mejilla se deslizó por mi pelo, retirándolo hacia atrás como lo hizo en Paradise mientras su cuerpo aprisionaba el mío contra la pared de hormigón.
—Yo no tengo prisa.
Volví a besarlo y lo ayudé a quitarme el abrigo. El sonido que emitió la cremallera, similar al de un engranaje cuando se pone en marcha, provocó que mi pulso se acelerara y su respiración también lo hizo.
Aunque sus labios apenas se movieron contra los míos mientras tiraba de mis mangas para liberarme, no se apartó. Ese suave roce creó una fricción que hizo que todo mi cuerpo me cosquilleara anhelando su contacto.
Mi abrigo desapareció y me quedé solamente con mi jersey negro. No era de cuello alto, pero igualmente impedía que se me viera la cicatriz.
Eros llevaba puesta una sudadera y aunque era del mismo tono pastel que las paredes del cuadro de Mujer bordando de Georg Friedrich Kersting, la oscuridad del interior opacó su color.
Lo miré a los ojos cuando se apartó sin romper el contacto de sus manos sobre mi cuerpo. Muy despacio, las movió hasta colocarlas en la parte alta de mis brazos, aferrándose a ellos sin ejercer presión. No podía distinguir bien sus facciones, pero todo el tiempo que habíamos pasado juntos me había permitido memorizarlas.
Vi puntitos blancos reflejados en sus pupilas negras que me recordaron al cuadro de Almendro en flor de Vincent van Gogh, pero nada más.
Mi pecho dio una pequeña sacudida y volví a acunar sus mejillas con la misma delicadeza con la que él me estaba tocando. Incliné mi cuerpo hacia delante hasta que mi pecho rozó el suyo y puede que incluso sintiera la vibración que se apoderaba del mío. Al hacerlo, noté que estaba ardiendo y eso hizo que los latidos de mi corazón se dispararan como si no hubiera un mañana.
—Dafne… —susurró.
¿Por qué parecía que el mero hecho de hablar le dolía?
—Quiero sentirte, Eros —murmuré—. Quiero sentir que todo esto es real.
Mientras él procesaba mis palabras una por una, deslizó sus manos hasta mi cuello y sus dedos me hicieron cosquillas cuando los introdujo debajo de la tela del jersey.
Respiraba de forma rápida y entrecortada. Estaba nervioso. Al igual que yo.
—Soy real.
Tras decir esas dos palabras junto a mi oído, su lengua recorrió mi labio superior con lentitud y yo abrí la boca dejando escapar un jadeo que hizo que su respiración se agitara más y más cuando se dio cuenta de que yo también estaba temblando.
Parecíamos los protagonistas de las pinturas de Nickie Zimov. Seguro que le hubiese gustado retratarnos, pero allí no había nadie más que nosotros dos.
—Demuéstramelo —logré decir tras haber permanecido en silencio durante unos segundos en los que ninguno de los dos se atrevió a moverse—. Demuéstrame que eres real.
Rocé sus labios entreabiertos al hablar y mis dedos se cerraron en torno a sus anchos hombros, anhelando el contacto sobre su piel desnuda.
Lo más probable sería que, cuando se disipara todo ese torrente de emociones que me nublaba los sentidos, me avergonzaría de lo que le estaba diciendo. Creo que todo lo que hice esa noche se debió principalmente a lo que experimenté esa semana, es decir, a la hipotética situación de perderlo de nuevo.
—¿Qué te hace creer que no soy real?
Su voz ronca y profunda me erizó la piel. Sus brazos me rodearon la espalda por completo y la mano que dejó sobre mi hombro pasó a sujetarme la barbilla. Era consciente de que acababa de inmovilizarme, pero yo solo podía pensar en lo bien que encajaban nuestros cuerpos y en las ganas que tenía de quitarle la sudadera para trazar en la oscuridad las líneas de sus tatuajes con mis dedos.