Siempre pensé que Eros sentía debilidad por mis manos, pero todo cambió a partir de ese día.
A la mínima oportunidad que había tenido hasta ese momento, había acariciado mis nudillos con sus pulgares o mis palmas con las yemas de sus dedos como si fuera su última vez haciéndolo.
En el paseo marítimo me confesó lo mucho que le gustaban. Incluso en Tres Mares las dibujó cuando creía que nadie lo veía, pero esa noche, centró toda su atención en otra parte diferente de mi cuerpo.
Lo hizo precisamente en aquella que no me atrevía a mostrarle a casi nadie.
Centró su atención en mi pecho, en mis pechos e inevitablemente, en mi cicatriz.
Y como era de esperar, la cubrió con sus besos, a pesar de que luché por no convertirme en la Rebecca en el pozo de Francesco Hayez cada vez que sentía la necesidad de taparla con las manos.
Porque claro, era antiestética según Penélope.
¿Y si le desagradaba su textura?
¿Por qué había tenido que pedirle que la besara?
Seguro que era lo último que pensó que le pediría.
Hubo un instante en el que se detuvo para trazar con sus dedos el rombo que descansaba sobre el hueco que había entre mis clavículas y yo cerré los ojos mientras imaginaba la mirada que debía tener en sus ojos. Me pregunté si estaría frunciendo el ceño o los labios, si me miraba a mí o al collar, si pensaba en seguir o en detenerse.
El contacto piel con piel me resultaba tan abrumador que mis pechos se endurecieron contra la piel suave y firme de sus pectorales. Sin embargo, al igual que él podía sentir el tejido cicatrizado de la línea que casi me llegaba hasta el ombligo, yo podía sentir las elevaciones que se habían formado sobre sus cicatrices.
A plena luz del día y gracias a la tinta de los tatuajes, podían pasar desapercibidas, pero estaban ahí. Por eso, cuando volví a moverme, las sentí sobre mi abdomen y bajo las yemas de mis dedos al deslizarlas por su espalda.
Eros tocó el collar por última vez y apoyó las palmas de sus manos a ambos lados de mi cabeza. Noté cómo se inclinaba por los codos porque una ligera corriente de aire se deslizó por mi pecho y cuando abrí la boca para preguntarle si se arrepentía de lo que estábamos haciendo, sus labios comenzaron a recorrer mi cara con lentitud.
Empezó por las sienes antes de llegar a mi frente. Después, los deslizó por el puente de mi nariz antes de rozar mis labios como si fuéramos unos de los tantos modelos de la pintora Ivana Lena Besevic.
—Cierra los ojos —susurró.
Curvé los dedos sobre sus omoplatos y apreté los labios cuando sus músculos se movieron debajo de mis manos. Eros se inclinó de nuevo y me besó los párpados tan despacio que creí que el tiempo se detuvo en el interior de su coche.
Un beso de mariposa.
Sonreí ante el recuerdo que rescaté de mi memoria.
La primera vez que me dio uno me preguntó si podía besarme y yo respondí que sí pensando que serían mis labios y no mis párpados los que recibirían ese beso.
—¿Por qué sonríes? —preguntó en voz baja.
Abrí los ojos y vi su silueta sobre mí. Normalmente me sentía diminuta cuando estaba con otras personas que se creían superiores a mí, pero con él era diferente.
Con Eros me sentía increíblemente grande. Me sentía segura, valiente y querida.
Todos merecíamos sentirnos así.
—Porque me haces feliz —murmuré.
Mi voz era una mezcla de nervios, de excitación y de un sin fin de emociones contra las que estaba tratando de luchar para poner orden entre ellas. Debían de ser mis aliadas, no mis enemigas.
—Eres demasiado perfecta para ser real —dijo antes de volver a besarme.
Esa vez se demoró más allí, mordiendo mis labios y trazando ambas comisuras con su lengua hasta que sentí su corazón martillar con fuerza contra el mío.
—¿Estás nervioso?
Mi voz tembló cuando apoyó su frente contra la mía. Levanté las manos y mis dedos entraron en contacto con su pelo. Se lo aparté de la frente con cuidado y se lo acomodé detrás de las orejas, rozando esos aros plateados que tanto me gustaban.
—Es imposible no estarlo —susurró junto a mi oído—. No cuando estás desnuda de cintura para arriba debajo de mí mientras me dejas tocarte.
Si me había permitido sentir algo de frío hasta ese instante, toda sensación que se le pareciera desapareció cuando esas palabras salieron por su boca. Las mejillas me ardieron y aunque no debí moverme, mis caderas decidieron desobedecerme.
Tal y como era de esperar, ese movimiento nos cortó la respiración a los dos.
—Tú también lo estás —respondí a media voz.
Eros se acercó para besar la punta de mi nariz y después hizo lo mismo con mis mejillas. Las besó, una por una, trazó mi Arco de Cupido con su dedo índice y con el mismo me recorrió la mandíbula.
—Pero te olvidas de que estoy en clara desventaja.
—¿Por qué?