Luces de neón

Capítulo 44. Lienzo

Siempre temí preguntarle a alguien si me quería por miedo a ver la respuesta en sus ojos. Eso fue algo que aprendí con el paso de los años. La boca de una persona puede decir las verdades más grandes del mundo, pero también las mentiras más piadosas.

Cuando era pequeña solía preguntarle a todos los que me rodeaban si lo hacían. Yo solo quería hacer callar esa voz en mi cabeza que me decía todo lo contrario y no sabía cómo.

Mi madre, mi padre, Penélope, Ander, todos mis compañeros y compañeras de clase e incluso mis maestras y maestros. Nadie se libró.

—¿Me quieres?

—Sí. Claro que te quiero.

—Sí.

—¿A qué viene esa pregunta?

—No. ¿Por qué tendría que quererte?

—¿Acaso importa?

Cuando miras a una persona directamente a los ojos y le haces una pregunta, sea esa o cualquier otra, ves la respuesta en ese mismo instante. Lo sabrás si es o no capaz de mantener el contacto visual o si hace otros gestos como tocarse la cara, humedecerse los labios o jugar distraídamente con el pelo.

Sara siempre me decía esas dos palabras. Empezó a decírmelas después de su accidente. Supongo que hay momentos en nuestras vidas que nos hacen cambiar por completo nuestra forma de pensar. A mí me pasó al contrario. Solo se lo decía a ella. Después del infarto, me obsesioné con la idea de que podría morir en cualquier momento y sentía que si volvía a hacer ese tipo de preguntas, me daría cuenta de que las personas que tenía a mi lado estaban allí porque no les quedaba otra o porque sentían pena por mi.

—Es una lástima. Eres tan joven.

—Mi marido murió de eso mismo el año pasado. Pobrecita.

—Todos tenemos que morir de algo. Al menos, tú sabes qué te matará.

—Si no te lo tomaras todo tan enserio, te habrías ahorrado todo este sufrimiento.

—¿No te da miedo saber que puedes morirte antes de que termine el día?

—¿Qué planes tienes para este fin de semana?

Eros dibujó estrellitas en mi muslo cuando se detuvo en un semáforo.

Malditas estrellitas. Ahora ya no podré veros de la misma forma.

Mi mirada cayó en su mano y la mía se movió al instante, cubriendo la suya. Giró su cara hacia mí con una sonrisa en sus labios, pero desapareció cuando vio mi expresión.

Había preferido no hablar con él de todo lo que había pasado durante esa semana en la que estuvimos separados. Normalmente lo ponía al día de todo por la noche, pero cuando tuve la oportunidad de volver a verlo, o más bien me harté de seguir escondiéndome, quise huir de mis problemas y refugiarme en él.

—Esta tarde estaré trabajando en la escultura —respondí sin mirarlo—. He quedado con Sara mañana. Iré a su piso, veremos una película y tomaremos chocolate caliente.

Traté de sonreír y sus dedos se curvaron alrededor de mi muslo.

—Puedo llevarte y recogerte si quieres.

Mantuve mi mirada en el frente un par de segundos más antes de encontrarme con sus ojos celestes. El pecho se me hinchó y mi corazón dio un saltito de emoción.

Curvé mis labios en una sonrisa cuando recordé que insistió en salirse del coche para que me vistiera a pesar de que esa noche se había asegurado de aprenderse cómo era mi cuerpo sin nada de ropa encima.

Sin embargo, algo dentro me decía que no debió de tardar mucho en vestirme. Aunque dijo eso de que no quería que pasara frío a modo de broma, sus ojos hablaron por él.

—Estoy orgulloso de ti.

Esas fueron las palabras exactas que salieron de su boca antes de quedarme sola con mi ropa, la suya y con cien mariposas más en el estómago. Sabía que lo decía por mi cicatriz. Sabía que había sido el primero en tocarla y besarla. Ahora solo quería ver la mirada en sus ojos mientras la contemplaba.

Seguro que no sentía pena por mí.

Sus ojos nunca mentían.

—Lo sé. Sé que no eres un mentiroso.

No me desharía de mi confesión en mucho tiempo. Tampoco de la forma en la que me miró cuando me escuchó decirle eso.

Mis ojos tampoco mentían, a pesar de que yo sí era una mentirosa. Mentía todo el tiempo. Decía que estaba bien cuando no lo estaba. Decía que me encontraba bien cuando era todo lo contrario. Decía que no me importaba lo que sucedía a mi alrededor cuando en realidad me estaba asfixiando.

—Sí. —Acaricié sus nudillos y observé las suaves ondas de su pelo peinado hacia atrás—. Le diré a Ian que haga un poco más para ti. Después podemos ir a la playa como la otra vez. —Sonreí con más ánimo y noté que la tensión abandonaba sus hombros—. ¿Tú qué vas a hacer?

—De todo un poco. —Apartó la mirada cuando puso el coche en marcha y con sus dedos dibujó flores en mi pierna—. A las doce tengo entrenamiento y esta tarde me pasaré por la protectora de Liam por si necesita mi ayuda.

—¿Y mañana?




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