—¿Titanic? —preguntó Ian desde el sofá.
—Titanic —respondió Sara antes de pulsar el botón del mando a distancia para que comenzara a reproducirse esa película en concreto.
—¿Tienes ganas de llorar y estás buscando una excusa para hacerlo?
Sara se rio y se apretujó contra mí debajo de la suave y cálida manta de algodón.
—Puede ser.
Titanic era su película favorita y no solo lo era por la historia de amor entre Jack y Rose, los protagonistas. Su director, James Cameron, se había encargado de cuidar hasta el más mínimo detalle, desde los vestuarios de los personajes hasta la pintura desconchada de los bancos de tercera clase. Incluso había construido una réplica a tamaño real del transatlántico y había hecho saltar a los actores para que fuera lo más realista posible. También se usó agua fría para que el baho no empañara las lentes de las cámaras y como resultado, la gran mayoría, por no decir todos, cogieron unos resfriados terribles.
—Leonardo DiCaprio estaba guapísimo en esta película —murmuró Ian en el instante que salió la escena en la que jugaban a las cartas en el bar, cinco minutos antes de que el barco zarpara.
—Y Kate Winslet también —respondió ella.
—Ese color de pelo le favorece muchísimo —dije.
—¿Verdad que sí? —murmuró—. Le queda mejor que el rubio.
—Además, tenía muy buen gusto para el arte —murmuré cuando aparecieron los cuadros de Monet en la pantalla.
—¿No es curioso que el director salga en su propia película? —En ese instante, señaló al hombre con barba al que le estaban pasando un control de higiene general antes de embarcar en tercera clase—. Sale cada dos por tres.
Sí lo era, pero esos detalles los conocíamos gracias a ella. Sara amaba el séptimo arte y a mí me gustaba mucho esa película por sus guiños a la pintura y porque el protagonista, Jack, un joven de tercera clase, dibujaba increíblemente bien.
La gran mayoría de sus dibujos eran de mujeres desnudas que no pertenecían a la alta sociedad, pero seguían siendo hermosas, con todos sus defectos, imperfecciones y cicatrices.
Por ese motivo, cuando Rose los vió, pensó que alguna de ellas debió de ser su amante.
—No estaba enamorado de ella. Estaba enamorado de sus manos. Fíjate, son preciosas —murmuró Sara, recitando a Jack—. Esto es súper romántico. La entiendo perfectamente. Yo también me habría enamorado de él.
Sonreí, sintiendo un revoloteo en el pecho.
—No estoy a favor de odiar a la gente, pero la madre de Rose es… bastante cuestionable —dijo Ian—. Prefiere que su hija sea una infeliz toda su vida casándose con alguien que no la quiere a que esté con el que realmente la ama. Todo por su clase social.
—Supervivencia, Ian —murmuró Sara.
—Sí —bufó—. Y luego suelta el discurso de que son mujeres. Caledon Hockley —dijo, refiriéndose al hombre con el que Rose iba a casarse cuando el barco atracara— es un capullo.
—Lo es —admití—. Además de ser un mentiroso.
Sara se rio bajito y descansó su cabeza en mi hombro.
—Me recuerda a alguien.
—Se llevaría bien con Leo —murmuró Ian.
—Son tal para cual —dijo ella.
Y aunque yo no dije nada, estaba de acuerdo. No la quería, nunca la quiso. Solo quería su dinero. Quería que fuera sumisa, que no alzara la voz, que no pensara. Menospreciaba su gusto por el arte. Caledon no la veía, Jack sí.
Sara dio un gritito en la escena en la que Rose iba con Jack a una fiesta en tercera clase y yo no pude evitar sonreír.
—Mira cómo la toca. Lo hace con tanto cuidado como si fuera a romperse.
—Yo no valdría para ser actor —musitó Ian.
—¿Por qué? —preguntó Sara.
—Para empezar, no podría fingir estar enamorado de una persona cuando no lo estoy. Y segundo, no sabría diferenciar la ficción de la realidad y terminaría enamorándome. —Una risa suave brotó por la garganta de Sara, haciendo que su cuerpo vibrara ligeramente contra el mío—. Por eso te admiro. A mí eso me rompería el corazón.
La miré de reojo cuando tardó en contestar.
—Supongo que es un riesgo que hay que correr —susurró.
Ninguno de los tres volvió a decir nada hasta la escena en la que él se cuela en la cubierta de primera clase para hablar con ella después de que su futuro marido le hubiera prohibido volver a verlo.
—No soy un idiota, sé cómo funciona el mundo. Tengo diez dólares en el bolsillo, no tengo nada que ofrecerte. Ya lo sé. Pero ahora estoy demasiado involucrado. Si tú saltas, yo salto, ¿lo recuerdas?
Apreté las manos sobre mi regazo y sentí un nudo en la garganta cuando ella se fue después de que él le hubiera confesado sus sentimientos. Por suerte, no tuve que esperar mucho para que se reunieran de nuevo en la proa del barco.
Allí compartieron su primer beso y el director se aseguró de rodar unas tomas preciosas de sus manos tocándose.
Después de ese beso, Rose lo llevó a su camarote para que él la pintara como una de sus chicas francesas, es decir, completamente desnuda, pero quería que incluyera el collar con forma de corazón que descansaba sobre su pecho.