—Debería irme ya.
Apoyé la cabeza contra el respaldo del asiento y lo miré en silencio tratando de reprimir la sonrisa que amenazaba con extenderse por toda mi cara, como si acabara de hacer el chiste más gracioso del mundo.
Estaba lejos de haber hecho eso.
Solo me había besado los párpados.
Solo me había acariciado el pelo.
Solo me había dicho que le gustaban mis pendientes con forma de mariposa.
Eros se dio cuenta de que eran una réplica de las de Martin Johnson Heade y eso me hizo tan feliz como a él.
Después de salir de la universidad a las siete de la tarde porque tuve mi primer examen, me llevó a dar un paseo por el puerto aprovechando que había una pequeña feria con puestos de golosinas, de manzanas de caramelo y de algodón de azúcar.
Había pasado una semana desde lo que nos dijimos en la playa y desde que dijo que me acompañaría a cada examen.
Él sabía cómo me afectaban, la presión que sentía, lo nerviosa que me ponía. Por eso, además de acompañarme hasta la misma entrada y de susurrar palabras tranquilizadoras junto a mi oído mientras me abrazaba, me esperaba hasta que terminaba, sin importar si duraban una, dos o tres horas.
Era viernes y mis padres estaban en casa, pero aparcó donde siempre. Era pasada la medianoche y aunque no debía de darme igual, cada vez me importaba menos que pudieran verme con él.
Cada vez confiaba más en lo que estábamos construyendo día tras día.
Cada día que pasaba confiaba más en nosotros.
—Eso ya lo has dicho —murmuró.
Sonrió antes de acercarse y darme un beso en los labios como si no hubiera tenido suficiente.
Eros era tan besucón que hacía que pareciera natural sentir que vivía dentro de la pintura de Intimidad de Angelica Alzona.
—¿Por qué haces eso? —Sostuve su mirada un par de segundos antes de seguir hablando. Había vuelto a recogerse el pelo en un moñito, pero esa vez, los mechones dorados de siempre acariciaban el arco de sus cejas—. Lo has hecho más de una vez.
—¿Hacer qué? —preguntó con inocencia.
—No pretendas que no sabes de lo que estoy hablando.
Inclinó su cabeza hacia un lado y las luces blanquecinas de las farolas me permitieron ver el lunar de su cuello. Ese era el punto exacto en el que tenía cosquillas y al pensarlo, los labios me hormiguearon por querer posarse justo ahí.
—No sé de lo que estás hablando.
Se acercó de nuevo, muy despacio, y volvió a presionar sus labios contra los míos.
—Has vuelto a hacerlo.
Tuve que apretar los labios para no reírme y él imitó mi gesto. Su mano cubrió mi mejilla y con su dedo pulgar trazó mis labios. Sus ojos dejaron de mirarme y se centraron en esa parte de mi cara como si fuera su primera vez haciéndolo.
—¿No te gusta que lo haga? —preguntó arqueando una ceja—. ¿Quieres que deje de hacerlo? Porque si eso es lo que quieres, no volveré a hacerlo. —Pero hizo un mohín—. Aunque sea en contra de mi voluntad.
—¿Hacer qué?
—Besarte con los ojos abiertos.
Me reí y la mano que tenía en mi mejilla pasó a cubrirme la rodilla.
—¿Por qué haces eso?
—Por la misma razón que lo haces tú.
Eros se inclinó hasta alinear su cara con la mía y suspiró. Una de mis manos acarició la suya y con la otra imité lo que hizo con mis labios. Sin embargo, mientras trazaba su labio inferior con lentitud y me detenía sobre su cicatriz, atrapó mi mano y antes de que pudiera decir nada, mi dedo pulgar estaba dentro de su boca.
No dejó de mirarme mientras sentía que toda la sangre de mi cuerpo se me acumulaba en las mejillas. Un destello iluminó sus pupilas negras y yo sentí que me quedaba sin aire en los pulmones. Puede que por eso jadeara. Puede, o quizás fuera culpa del calor que estaba comenzando a treparme por el estómago como si fuera una chispa de fuego ardiente y yo una pobre hoja de papel.
—Te gusta ver cómo reacciono.
Dejó escapar una risita profunda antes de deslizar la lengua por la yema de mi dedo como si fuera un caramelo. Yo tragué saliva y curvé los dedos sobre el dobladillo de mi falda.
—¿A ti no te gusta ver cómo reacciono cuando me tocas?
Ay, Dios. Eros iba a acabar conmigo.
—¿Por qué lo has hecho? —pregunté, desviando la respuesta de la pregunta que acababa de hacerme.
Claro que me gustaba ver cómo reaccionaba cuando lo tocaba, pero hacer lo que hacíamos lejos de la oscuridad implicaba que pudiera ver mi cicatriz y yo todavía no estaba lista para dar ese paso.
—¿Hacer qué? —repitió—. ¿Besarte con los ojos abiertos o llevarte a comer algodón de azúcar y luego usar eso como excusa para poder chu…?
—Vale, vale. —Le tapé la boca con las manos y me reí—. No hace falta que termines esa frase.
Sus manos se posaron en mis piernas y el calor que desprendían sus palmas atravesaron el fino cuero de mi falda.