Luces de neón

Capítulo 49. Trato hecho

—¿Todavía no has hablado con él?

Mis dedos ligeramente entumecidos por el frío agradecieron la calidez que desprendía la taza de manzanilla que me estaba tomando.

Definitivamente odiaba el frío. Hacía que no tuviera ganas de moverme ni de ir a ningún sitio que no fuera mi cama o el sofá. Era eso o permanecer abrazada a cierto chico de ojos azules todo el día. Podría convertirme en su nuevo complemento. Seguro que no se daba ni cuenta de que estaba ahí, con mis brazos alrededor de su cintura y con mi cabeza apoyada contra sus omoplatos.

Sara negó varias veces con la cabeza mientras le daba un sorbo a su leche con canela y mis pensamientos, además de estar fuera de lugar, casi me hacen olvidar lo que acababa de preguntarle.

—Él es el que tiene que hablar conmigo.

Entrecerré los ojos, deslicé las yemas de mis dedos sobre la suave porcelana blanca y la observé un par de segundos en silencio antes de hablar.

—Quizás está esperando a que seas tú la que dé el primer paso.

Cuando procesó mi respuesta y lo que ella conllevaba, bajó su taza con lentitud y miró a nuestro alrededor antes de acercarse para hablar en voz baja.

La Cafetería Icaria era más pequeña que la Cafetería Céfiro, pero seguía siendo acogedora, con todos esos pasajes mitológicos que decoraban las paredes.

Personalmente me encantó el de Narciso y Eco, ya que para representar la historia escogieron las pinturas de Benedetto Luti y de Nicolas Poussin. Ambos evocaban el mensaje de que nadie se quiso tanto a sí mismo como Narciso, cuya belleza le hizo actuar de forma egoísta, destrozando el corazón de aquella que lo amaba, Eco, pero también su propia vida, que terminó cuando la locura le invadió completamente al ver su propia imagen y enamorarse de sí mismo.

Tal y como había dicho Eros, no podías perderte la oportunidad de visitarla si te apasionaba todo ese mundillo.

—Eso no pasará jamás.

Bufé.

—¿Quieres que te recuerde lo que podría pasar si él no se presenta para el papel de Adonis?

Sara alzó una mano mientras ponía los ojos en blanco. Cuando vi su palma, inconscientemente cerré las mías en dos puños.

Todavía tenía las marcas de haberme clavado las uñas la semana anterior. Fue una suerte que Eros no me dijera nada cuando estuvimos en el taller, pero creo que se dio cuenta.

Estaba casi segura de que las vió.

—¿Os pongo algo más, chicas?

Evan nos miró a ambas sosteniendo un bolígrafo y una libreta en su mano derecha. Un mechón rubio se deslizó sobre su frente y él se lo apartó hacia atrás con cuidado. Sus labios carnosos se curvaron en un bonito arco y sus ojos castaños me miraron con curiosidad.

—No, gracias —respondí.

Miró a Sara y ella volvió a negar con la cabeza.

—Si necesitáis algo más, estoy por aquí.

—Deja de cotillear y sigue trabajando. Tu jefa se va a dar cuenta —murmuró Sara.

Evan se rio y le guiñó un ojo. Solo entonces se dio la vuelta y se alejó hacia otra mesa, llevándose su apariencia amable y su más de metro ochenta con él.

—No tenía ni idea de que trabajaba aquí. —Lo miré por última vez y volví a centrar mi atención en ella—. Parece que tampoco ha querido seguir los pasos de sus padres.

—No… —Sara dejó su taza en la mesa y cruzó los dedos justo delante de ella—. Si esto es lo que le hace feliz, es lo mejor que puede hacer.

—Sus padres son más comprensivos que los míos.

Una punzada de envidia me sacudió el pecho. Conocíamos a Evan desde que éramos pequeños. Fuimos a la misma escuela y al mismo instituto. Tuvo que ser duro para él, muy duro en realidad, pero los estudios en general no eran lo suyo. Por eso decidió no embarcarse en la caótica aventura de ser universitario y no siguió los pasos de sus padres, que eran abogados, al igual que los de Hugo.

—Sí… —Sara suspiró y cogió una servilleta de papel con la intención de hacerla pedazos—. Lo último que escuché era que estaba estudiando para ser auxiliar de veterinario.

—Oh, que guay. Siempre se le dieron bien los animales.

Dejó escapar un sonido que fue más una risita que otra cosa y rasgó el primer pedazo de papel.

—Pero no solo te tienen que gustar, también debes operarlos, ponerles inyecciones y curar sus heridas.

Torcí el gesto en una mueca de desagrado porque la sangre y yo no éramos mejores amigas. Con solo ver la mía ya me mareaba y me daban náuseas.

—Tienes razón. Entonces no es lo mío por mucho que me gusten los animales.

Aparté la mirada unos segundos para observar el mar, que ese día estaba bastante agitado, y suspiré.

—¿Estás así por los exámenes? —preguntó, atrayendo de nuevo mi atención.

—¿Así, cómo?

Se encogió de hombros y rasgó de nuevo el papel que sujetaba entre los dedos.

—Triste, apagada. Parece que tienes la mente en otro lugar lejos de aquí.




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