Luces de neón

Capítulo 51. Suerte

El viaje de vuelta a casa se me hizo pesado, eterno y aburrido. Le dije a Eros que no hacía falta que me acompañara porque iba a acoger el autobús. Aun así, insistió en ir conmigo hasta la estación más cercana a su estudio de tatuajes y yo accedí sin rechistar.

Me hubiese encantado que me llevase a casa, que hubiera dibujado figuras en mis piernas con su dedo índice durante todo el camino mientras hablábamos de cualquier cosa, pero algo dentro de mí me decía que hacer eso, ese día en concreto, era especialmente arriesgado.

En lugar de hacer eso, Eros se limitó a dejar suaves caricias sobre mi pelo, a trazar cada vértice y contorno de mi cara como si quisiera memorizar cada detalle.

También me abrazó hasta que llegó el autobús y ya fuera destino o casualidad, estuvimos nosotros solos todo el tiempo.

Sabía que a él no le importaba demasiado lo de hacer muestras de cariño en público. Es más, creo que si hubiese habido alguien más, no me habría librado de sus besos, pero todo lo que hizo fue a modo de despedida y no supe muy bien cómo sentirme al respecto.

No me gustaban las despedidas y menos cuando él formaba parte de la ecuación.

—Nos vemos el viernes —murmuró contra mis labios.

Me puse de puntillas y usé la mano que tenía en su nuca para acortar los milímetros que separaban su boca de la mía. Cuando lo hice, al instante saboreé la esencia de vainilla de la rosquilla cuando mi lengua acarició su paladar.

Sus dedos se deslizaron por mi pelo con lentitud y yo sentí un aleteo agradable en el pecho.

No quería irme de su lado.

No quería volver a casa, no cuando sentía que él era mi lugar seguro.

—Te llamo esta noche.

Esperé una respuesta sarcástica por su parte.

No fue así.

Asintió y me devolvió el beso mientras mi cuerpo se negaba a abandonar la sensación cálida que me recorría de la cabeza a los pies cuando me abrazaba de esa forma, entrelazando las manos en mi espalda y descansando sus labios junto a mi sien.

Me senté junto a la ventanilla y vocalicé un adios. Agité la mano y él imitó mi movimiento con una sonrisa en los labios que no le llegó a los ojos.

No lo vi moverse hasta que fue un punto en la lejanía a pesar del frío que hacía.

Me gustaba el olor que traía consigo esa época del año, aunque no era mi preferida. El olor a humo me recordaba a la calidez que desprendía la estufa que mis padres encendían en casa cuando era pequeña y mi estómago gruñía cuando recordaba el sabor de las castañas asadas y de las galletas de chocolate de mi tío.

Recordaba con añoranza las noches previas a la visita de Papá Noel y de los Reyes Magos. Era incapaz de cerrar los ojos por los nervios. Yo solo quería que llegaran esos días para descubrir mis regalos debajo del árbol. Por eso me portaba bien, porque quería mis lápices, mis acuarelas, mis pinceles, mi arcilla y mis lienzos en blanco.

Pero con el paso del tiempo, mi ilusión se fue apagando. Las cenas familiares desaparecieron, también los dulces y las historias antes de ir a dormir.

Al final, fui yo la que le dijo a mi madre que no me comprara nada por Navidades, aunque ambas teníamos detalles la una con la otra cada año.

Nochebuena y Navidad se convirtieron en las nuevas cenas familiares con los padres de Leo y con él incluido. Entonces, no es que no me gustara esa época del año. Era lo que acontecía en esas fechas lo que odiaba. Pero podía soportarlo. Sin embargo, Nochevieja siempre la pasaba en el piso de Sara. Era uno de mis días favoritos del año y saber que no podría celebrarlo con ella me entristeció profundamente, pero también me enfadó.

Unas nubes oscuras se cernieron sobre el cielo azul y ocultaron el sol. Un rayo dividió el cielo en dos y un trueno hizo que diera un bote en mi asiento. La lluvia llegó un par de segundos después, justo cuando la pantalla de mi teléfono se iluminó con un mensaje de Eros en el que me decía que acababa de llegar a su casa y que se alegraba de no haberse equivocado al prestarme un pequeño paraguas morado porque yo no llevaba el mío encima.

Estaba pensando en las fotografías que había visto en su pasillo mientras deslizaba los dedos por las hendiduras en forma de lunas y estrellas que había tallado en la madera del mango del paraguas cuando llegué a la parada de autobús más cercana a casa.

El coche de mi madre estaba aparcado a pocos metros, a pesar de que le había dicho que no hacía falta que saliera a buscarme.

—Estás empapada.

Mi madre puso la calefacción al máximo y yo me acomodé el pelo detrás de las orejas. Metí mis dedos entumecidos por el frío en mis bolsillos y la miré a los ojos.

—Apenas me he mojado. —Esa era la verdad. El agua solo me había alcanzado al entrar en el coche—. Estoy bien.

—Te cambiarás de ropa inmediatamente cuando lleguemos a casa. No quiero que cojas un resfriado como el del año pasado o el anterior.

—O el anterior a ese…

—¿Qué has dicho?

—Nada.

Me miró una última vez antes de arrancar y conducir hasta casa. En diez minutos estuvimos allí, pero en lugar de dejarlo fuera como solía hacerlo, lo metió dentro del garaje.




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