Eros
Decirle adiós a Dafne nunca era fácil, ni siquiera cuando tenía que irse de mi lado para hacer un examen.
Nunca me gustaron las despedidas. No era bueno para esa clase de cosas, pero con ella era totalmente diferente.
Le deseé suerte cuando lo único en lo que podía pensar era en que ya extrañaba la sensación de sentir su cuerpo contra el mío, de su calidez atravesando su ropa y la mía para meterse debajo de mi piel, como si fuéramos los protagonistas de un cuadro de Meryem Tayganskaya.
La chica rubia y de pelo corto que la esperaba a los pies de las escaleras me dedicó una mirada fugaz antes de centrar toda su atención en Dafne. Se dieron un abrazo rápido y hablaron durante varios minutos antes de que echaran a andar hacia la derecha. Sin embargo, antes de que desapareciera detrás de una pared cuyos azulejos me recordaron al color verde oscuro de la pintura de Sinfonía en verde y oro de Thomas Wilmer Dewing, Dafne se dio la vuelta, quizás para comprobar que seguía en el lugar exacto en el que le había prometido que me quedaría.
Cuando sus labios se curvaron ligeramente hacia arriba, mi corazón dio una sacudida tan fuerte que pensé que se me notaría en la cara que incluso yo mismo me sorprendía por la forma en la que cualquier cosa que hacía me afectaba de una forma tan intensa que no podía hacer nada para remediarlo.
Era la sexta vez que la acompañaba a un examen. Estaba seguro de que en algún momento se le pasó por la cabeza preguntarme por qué no había seguido con mis estudios, pero Dafne era reservada para hablar de ciertos temas y sabía que todo lo que tuviera que ver con mi vida le imponía demasiado, a pesar de que fuera algo tan simple como eso.
La realidad era que siempre fui más de práctica que de teoría. Terminé mis estudios de Bachillerato en Tres Mares y al salir, Hermes y yo nos formamos para poder trabajar como tatuadores. Y eso era todo. Fin de la historia.
Pero Dafne había visto mis cicatrices y era consciente de que podía hacerse una idea de qué me había pasado. Lo veía en sus ojos cuando me miraba, con o sin ropa, lo leía a través de sus preciosos ojos castaños.
¿Por qué nadie te protegió?
¿Por qué nadie evitó que te hicieran daño?
En realidad, no era tan difícil contarle la verdad. No era tan complicado decirle que me maltrató física y psicológicamente durante años.
Me repetía una y otra vez que no lo era, pero sabía lo que pasaría cuando lo hiciera.
Ella lloraría por mí y eso era lo último que quería.
Cuando hablamos por primera vez después de que hubieran pasado siete años en los que los dos habíamos cambiado en muchos sentidos, supe que me miraría de forma diferente si se daba cuenta de que era yo, de que tenía frente a él al mismo chico que no fue capaz de reaccionar cuando hizo todo lo posible por tratar de defenderme.
Mis heridas habían cicatrizado, a pesar de que eso no me hacía permanecer insensible a ellas. Sin embargo, la Dafne que conocí había cambiado. Aparecía cuando se ponía nerviosa y cuando me hablaba de las cosas que le gustaba hacer, como hornear pastelitos y pintar atardeceres, pero en esos siete años tuvieron que pasar determinadas cosas que la convirtieron en una persona más insegura, tanto que incluso dudaba de su talento.
Sus heridas no solo eran superficiales como la cicatriz que dividía su pecho o las marcas en forma de media luna que tenía en las palmas de las manos. Supongo que sabía que me había dado cuenta de que estaban allí, pero no le dije nada para no agobiarla, para no ponerla nerviosa.
Alguien había alimentado sus miedos, opacando su valentía y su autoestima.
Y eso me cabreaba.
Me cabreaba muchísimo.
Cada vez que pensaba en ello, cada vez que notaba que el tono de su voz cambiaba y que la chispa que prendía sus ojos perdía intensidad, tenía que morderme la lengua para no preguntárselo directamente.
Pero sabía la respuesta.
Sabía quién le había hecho daño, quién seguía haciéndolo. Y lo peor de todo era que no podía llegar hasta ellos sin que eso le afectara directamente.
Puede que por eso me sorprendiera tanto lo que pasó ese viernes. Lo que hicimos marcó un antes y un después entre lo que había entre nosotros.
Los besos y las caricias siempre habían estado ahí, acompañándonos cada vez que estábamos juntos, pero que me dejara tocarla de esa forma, que se desnudara para mí y que me permitiera ser el primero en besar su cicatriz, todavía me erizaba la piel.
Si me concentraba lo suficiente podía ver su silueta y sus delicadas curvas desafiando la oscuridad.
Si cerraba los ojos podía rescatar el recuerdo de su abdomen presionando el mío y de lo suaves que eran sus pechos, de cómo su respiración se agitaba cuando acariciaba la piel sensible de sus pezones y de cómo se le endurecían cuando escuchaba mi voz.
Todavía recordaba cómo me tiró del pelo cuando mi boca exploró su cuerpo y de cómo tomó el control, marcando un ritmo tan frenético y acelerado que casi me hizo terminar antes que ella.
Y aunque a veces pensaba que todo había sido un sueño, las marcas de sus uñas en mi espalda me decían lo contrario.