Luces de neón

Capítulo 54. Casa

Algo que era cualquier cosa menos habitual en mí, a excepción de ocasiones puntuales como compartir parte de mi tiempo con Leo y sus padres, era desear que el mismo pasara deprisa. Sin embargo, ese día en concreto, mientras miraba a Mateo a los ojos y sostenía la mano de Eros con el propósito de acaparar la calidez que desprendía su cuerpo, me planteé por un segundo si haber ido allí con él había sido una buena idea. De hecho, podría parecer que sentía la misma tranquilidad que la joven de la pintura de La sombra de Daniela Astone podría estar viviendo en sus propias carnes, en sus propios huesos.

Eso era una mentira más, aunque si dejaba entrever mis emociones con tanta facilidad, no solo estaría fallándome a mí misma, si no también a alguien que había confiado en mi palabra.

Pero no fue lo mismo, no se sintió igual, el hecho de que me lo preguntara estando él delante, a que lo hiciera cuando estuvimos los dos solos.

Hubo una gran diferencia, especialmente cuando no sabía cómo Eros podría reaccionar.

Al fin y al cabo, a nadie le gusta estar entre la espada y la pared.

Y cuando estás en esa situación tan delicada, tus propios impulsos, tu propio mecanismo de autodefensa, puede hacerte actuar antes de hablar.

Pero no sabía si ese sería su caso.

Tampoco si sería el mío.

—Mateo.

La voz de Eros llegó a mis oídos firme y segura.

Su mano apretó la mía como si fuéramos los mismísimos Venus y Anquises de Paulin-Guérin cuando trató de reconducir la conversación para evitar que me sintiera incómoda.

Pero no había ningún motivo para que hiciera eso porque Mateo…

Mateo era una buena persona.

—Tranquilo, Eros —dije con voz suave—. Está bien. No pasa nada. Es normal que quiera saber este tipo de cosas. Es amigo de mi madre. Y tú y yo … —Estamos juntos—. No tenemos por qué ocultarle nada.

Mateo no respondió. En cambio, Eros movió su silla para acercarse más a mí y colocó en mi regazo la mano que yo tenía sobre la sábana blanca salpicada por los rayos de sol que se colaban por la ventana.

Pero su mirada atrapante seguía allí y ver el océano a través de sus ojos apaciguó los nervios que chisporroteaban por todo mi cuerpo, desde las puntas de los dedos de mis manos hasta las de mis pies.

—No tienes que forzarte… a decir nada. No es necesario.

El tono de vulnerabilidad que desprendía su voz hizo que mi pecho diera una sacudida. No me gustaba verlo así, pero no tenía que sentirse mal.

Aunque si lo pensaba bien, Mateo parecía más un padre que un amigo para él, así que traté de entender cuáles eran sus pensamientos.

—No me estoy forzando a nada —susurré—. Estoy bien.

—Si no quieres responder, simplemente no lo hagas.

—Ágata no es como Ander —comenzó a decir Mateo con la esperanza de atraer nuestra atención y así liberar la ligera tensión que amenazaba con apoderarse del ambiente si no hacíamos nada para evitarlo.

Eros se giró hacia él, pero sus manos siguieron ancladas a las mías como si una especie de cadena le obligara a mantenerlas en esa posición.

Sin embargo, la realidad era muy diferente.

Se estaba aferrado a mí como el joven de la pintura de El funeral de Atala de Anne-Louis Girodet de Roussy-Trioson.

Quizás pensó que huiría si me sentía acorralada.

Quizás pensó que actuaría como la última vez que estuvimos los tres juntos en esa habitación, a pesar de que con él no teníamos que fingir que éramos dos desconocidos.

Me prometí a mí misma que no volvería a hacer eso.

No volvería a fingir que éramos dos desconocidos delante de los demás.

—Saber eso no me hace sentir más tranquilo.

—Pues debería hacerlo. Ágata es una buena persona y una buena madre. No importa lo asfixiante que pueda llegar a resultar a veces para Dafne. Eres su hija —dijo, dirigiéndose a mí—. Y estuvo muy cerca de perderte en más de una ocasión.

Eros abrió los ojos y parpadeó varias veces tratando de procesar lo que acababa de decir.

—Eso es agua pasada —respondí, evitando su mirada de confusión—. Ahora estoy mejor.

—Pero no puedes confiar en ella. —En tu enfermedad—. Hoy estás arriba, mañana estás abajo. Mírame a mí —dijo, pero su voz no tembló cuando se refirió al cáncer que casi se lo había llevado todo—. Estoy a merced de ella y aunque ya no le tengo miedo, sé lo fuerte que puede llegar a ser, al igual que tú.

—Lo sé. —Y cuando me quedé en silencio, deslicé mi pulgar sobre los nudillos de Eros porque extrañaba mi anillo—. No estoy diciendo que no sea consciente de que puede hacer que mi vida cambie de la noche a la mañana, pero vivir pensando en ello hará que me limite a existir y no quiero eso. Además, los resultados…

Eros levantó una de sus manos y yo me quedé callada.

—No le hables así, Mateo. Dafne sabe más que nadie lo que conlleva su… —Pero se detuvo antes de pronunciar esa palabra—. No hace falta que se lo digas.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.