Luces de neón

Capítulo 56. Contigo

El trayecto hasta la clínica veterinaria se me hizo eterno. Yo, que siempre fantaseé con la idea de la eternidad, me alegré de que no fuera real, sino de que realmente se tratara de un simple espejismo, de un deseo inalcanzable como muchos otros, como tantos de los que yo misma tenía. Deseos como que todas las personas a las que quería estuvieran bien, felices y sanas, deseos como poder amar con libertad sin ningún temor a las represalias.

Pero vivir para siempre era imposible.

Por eso, aprovechar cada instante, cada minuto y cada segundo se convirtió en algo muy importante para mí. Sin embargo, aunque trataba de exprimir al máximo cada momento, ya fuera conmigo misma o con otra persona, nunca era suficiente.

Nunca lo sería.

Después de que la hermana pequeña de Liam nos diera aquella noticia tan devastadora, no pude dejar de pensar en que los atardeceres en la playa de La Barceloneta y la imagen de Hécate jugando con la espuma blanca de la orilla del mar, exactamente igual que la de la pintura de ¡Adiós! de Alfred Guillou, pasarían a formar parte de unos recuerdos a los que jamás podría volver, por mucho que quisiera aferrarme a ellos con uñas y dientes.

Y aunque sabía que llorar no solucionaba nada ni salvaba vidas ni curaba enfermedades, lo hice.

Lloré porque no entendía cómo alguien podía herir a un animal y ni siquiera detenerse a comprobar si había ocurrido una desgracia o un milagro.

Lloré por Ari porque había presenciado el accidente y porque la culpa la corroía de tal manera que no volvió a hablar hasta que llegamos al veterinario.

Lloré en silencio mientras Eros sujetaba mi mano con fuerza mientras conducía.

Traté de no mirarlo muy seguido, a pesar de que era lo único que quería hacer, pero jamás podría acostumbrarme a ver reflejado el dolor en su rostro, en la forma en la que su piel palideció cuando ella nos contó lo sucedido, porque Hécate pasó de correr por la orilla del mar detrás de una mariposa a estar tendida en medio de la carretera, con un charco de sangre enorme tiñendo su pelaje y con sus ojos cerrados tras el impacto de un coche cuyo motor rugía en la lejanía, huyendo de la escena de un crimen que, por desgracia, sí había cometido.

—Tranquilas. Ari, Dafne —murmuró mientras detenía el coche—. Todo saldrá bien. Hécate es fuerte.

Su voz, suave y frágil al mismo tiempo, se mezcló con el sonido de las gotas de lluvia golpeando los cristales. No sabía qué hora era, pero había anochecido. La paz y la tranquilidad que se respiraba en su piso fue sustituida por una tensión que parecía pender de un hilo.

A mi espalda todavía podía escuchar los sollozos de Ari. No me hacía falta mirarla para saber que seguía mordiéndose los labios y las uñas con el mismo ahínco que lo había hecho un par de horas atrás, cuando ambas éramos solo dos desconocidas que habían coincidido una vez en el pasado.

—Ha sido por mi culpa… —Su voz entrecortada hizo que un escalofrío me recorriera la columna vertebral. Eros se tensó a mi lado y chasqueó la lengua antes de girarse hacia ella sin soltarme la mano. Cerré los ojos en ese instante y saqué un pañuelo de mi bolsillo para limpiarme las lágrimas tibias que estaban a punto de deslizarse por mis mejillas—. Ha sido por mi culpa.

—Ya basta, Ariadna. Tú no tienes la culpa de que el mundo esté plagado de gente irresponsable. Podría habernos pasado a cualquiera. Tú solo estabas paseándola, al igual que hace tu hermano. Al igual que hacemos Dafne y yo. No es tu culpa —dijo con voz firme, sacando fuerzas de donde seguro no las tenía—. No lo es.

La mano que tenía libre voló hacia el asiento trasero, donde ella permanecía inmóvil. Por el espejo central vi que levantaba la cabeza y lo miraba con el rostro contraído por la tristeza.

Pero había algo más dentro de sus ojos, unos ojos azules tan oscuros que parecían negros.

Había ira.

Había odio hacia la persona que había cometido ese acto atroz, un acto que era la segunda vez que vivía en primera persona.

Un acto tan horrible como doloroso.

Kija se había salvado, a pesar de que el accidente le dejó secuelas como una ligera cojera, por no mencionar el estrés postraumático que lo acompañó durante sus primeras semanas de recuperación.

Eros fue el primero en bajar del coche. Abrió el paraguas de color aguamarina y se lo tendió a Ari antes de que yo abriera la puerta y la cerrara a mi espalda con cierta pasividad.

—Abre el tuyo —dijo Eros a mi lado, sorprendiéndome tanto que di un ligero salto cuando su brazo me rodeó el hombro.

Estábamos justo delante de la clínica, pero no parecía estar dispuesto a que las frías gotas de lluvia entraran en contacto con nuestra piel.

Puede que en otra situación me hubiese reído de lo serio que sonó al decirlo, de la forma en la que su mano me apretó contra él, de cómo sus ojos se clavaron en los míos, haciendo que todo mi cuerpo se estremeciera.

Era consciente de que había construido un muro a su alrededor para aparentar que se encontraba mejor que nosotras, pero lo conocía. Sabía lo que Hécate significaba para él. Aunque no era su dueño, pasaban juntos casi las veinticuatro horas del día.




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