El sonido de las gotas de agua golpeando suavemente la mampara de la ducha fue el principal culpable de que perdiera la noción del tiempo. Me miré las uñas de los pies pintadas de un granate tan oscuro que parecía negro y me detuve un par de segundos más en esa parte de mi cuerpo antes de seguir el camino que el vapor mezclado con el agua llevaba ya un rato recorriendo.
Me giré hacia el torrente de agua que me golpeaba la espalda y cerré los ojos cuando su calidez me acarició el pecho. Mis manos se movieron por sí solas, siguiendo a tientas un tramo que conocían a la perfección, y mis dedos entraron en contacto con la fina línea de piel cicatrizada que me hacía ser diferente al resto de chicas de mi edad.
No eres fea.
No eres antiestética.
—A Eros no le importó —susurré—. A mí no me importa. A nadie debería importarle cómo se ve.
Y aún así, Penélope siempre la miró como si fuera uno de mis mayores defectos.
Si leer a través de mi mirada era sencillo, no podías hacerte una idea de lo que significaba mirarla a los ojos y comprender que para ella solo era una muñeca con más de un defecto de fábrica.
Eso conllevaba, por supuesto, que yo no estaba a la altura de su hijo, que claramente era la perfección hecha persona.
Como si eso me afectara a mí para algo.
Como si yo hubiese tenido que estar a su nivel.
Pero, ¿qué nivel era estar por debajo del 0?
Mis dedos bajaron un poco más hasta que se detuvieron a escasos centímetros de mi ombligo. Abrí los ojos cuando un mechón de pelo negro se deslizó por mi clavícula y aguanté la respiración mientras me tocaba el moratón casi extinto que tenía sobre la lumbar derecha.
Maldije a Leo porque él era el culpable de que eso estuviera allí.
No había vuelto a verlo desde el día que me siguió hasta mi taller para restregarme por toda la cara que yo era la culpable de que nuestros padres, y en especial los míos, casi terminaran discutiendo.
Me miré las palmas de las manos, siguiendo los trazos de las finas líneas que conformaban una M casi perfecta, porque yo podía ser muchas cosas, pero nunca, jamás, podría definirme como tal cosa. Las cerré en dos puños y apreté los labios.
Traté de que mis pensamientos se quedaran conmigo y no viajaran al pasado, rememorando recuerdos desagradables donde Leo, su madre y mi padre me recordaban mis defectos una y otra vez, pero tampoco quería que la ansiedad se apoderase de mí si mi mente iba más allá, hacia un futuro incierto, hacia una navidades con ellos, solo con ellos y… sin Hécate.
—Hécate va a estar bien. —Cerré los ojos y me mordí el labio inferior al recordar la voz de Sara tras haber derramado más de dos y tres lágrimas sobre el hombro de Liam—. ¿Verdad que sí, Evan?
Pero Sara no había escuchado las palabras de la cirujana. Sin embargo, la conocía y sabía que no le haría caso, sino que repetiría hasta la saciedad que nuestra Hécate se recuperaría y volvería a ser la misma de siempre, a pesar de que en el fondo supiera que eso no era cierto.
Porque no lo era.
Hécate no volvería a ser la misma de siempre.
Lo único que pudimos hacer las horas posteriores a conocer su estado de salud después de la operación fue cruzar los dedos y desear que todo saliera bien. Pero la vida no era justa, no lo es. El equilibrio no existía, no existe.
A veces el villano nunca muere.
A veces el que muere es el héroe.
A veces el héroe tiene que morir para convertirse en leyenda.
Pero el problema era que nuestras vidas no formaban parte de ninguna historia de fantasía ideada por alguien que creyera en los finales felices. Si ese fuera el caso, yo sería una persona normal y corriente, con una familia que me quisiera y me apoyara en todo los sentidos, con alguien a mi lado que me amara incondicionalmente y que no tuviera un pasado traumático.
Si ese fuera el caso, Sara y Liam estarían juntos, dejando a un lado las diferencias y malentendidos que los rodeaban, y serían felices.
Si ese fuera el caso, que claramente no lo era, ni Leo ni Penélope existirían, Mateo no tendría un cáncer terminal y el marido de Calipso seguiría junto ella para ver crecer a Dan.
—No, no, no…
Llegué demasiado tarde.
Mi sangre, de un oscuro color rojizo, se deslizaba por los huecos de mis dedos ligeramente curvados, por las palmas de mis manos, y se mezclaba con el agua, que hasta hacía unos pocos segundos había sido completamente transparente.
Pero más allá del dolor que me ocasionó el hecho de haber vuelto a abrir unas heridas casi cicatrizadas, fue que Eros las vería, porque estaba en su casa, usando su ducha.
Cuando finalmente me dignara a salir de allí, estaría usando la ropa que me había entregado perfectamente doblada: una camiseta de manga corta negra con un estampado de rosas en la espalda que me llegaba por las rodillas y nada más, a parte de mi ropa interior. No iba a dormir con pantalones vaqueros y si en vez de usar una camiseta suya, usaba una mía, tendríamos un problema, y ese era que prácticamente estaríamos piel con piel… aunque no sería la primera vez.