Eros
No mentiría si dijera que no recordaba la última vez que había tenido un sueño.
Soñar se sentía demasiado lejano, como si hacer algo tan sencillo como eso estuviera prohibido para mí, como si su precio fuera tan elevado que ni siquiera pudiera plantearme comprarlo o como si simplemente se me hubiera retirado ese derecho.
Quizás me lo merecía.
Después de todo, no era una buena persona.
Había hecho cosas malas en el pasado y puede que ese fuera mi precio a pagar.
Las personas a las que yo consideraba importantes, aquellas a las que quería no solo con todo mi corazón, sino también con toda mi alma, habían terminado sufriendo por mí, por mi culpa.
Ellas habían pagado el precio de mis acciones, así que me lo merecía.
Hasta hace un par de años, ese tipo de pensamientos se propagaban por mi mente al igual que lo hace una gota de gasolina cuando entra en contacto con el fuego. Hicieron falta muchas sesiones de terapia, tantas que había perdido la cuenta, para poder silenciar esa voz en mi cabeza que me repetía hasta la saciedad que cada cicatriz que tenía grabada en mi cuerpo era el precio a pagar por no hablar, por hablar, por mirarlo a los ojos y por apartar la mirada, por rogar que cesaran los golpes y por suplicar que en lugar de quemarme con las colillas, me pegara con el cinturón, a pesar de que lo haría usando la hebilla metálica para provocarme más dolor.
Y aunque todo acabó aquella calurosa tarde de verano, cuando yo solo era un crío cansado de vivir lo mismo día tras día, cada vez que cerraba los ojos volvía a mi infierno, al mismo que Dante y Virgilio descendían en el cuadro de Eugène Delacroix, porque no existía otra palabra para definir mis pesadillas.
No quería que Dafne supiera todo lo que pasaba dentro de mi cabeza. Tenía más miedo de perderla que de perderme a mí mismo otra vez, pero cuando salió del cuarto de baño, me di cuenta de que algo no iba del todo bien.
Puede que esa noche me comportara como un completo egoísta al pedirle que se quedara conmigo. Ambos sabíamos que dormiríamos juntos en la misma cama, pero que no haríamos nada. Me dejé llevar por mis impulsos y ella aceptó de inmediato como si hubiera estado esperando a que yo se lo dijera primero.
Parpadeé después de haber pasado más de media hora con la mirada fija en el techo de mi habitación y giré la cara hacia ella muy despacio, temiendo despertarla a esa hora de la madrugada.
Mi corazón dio una fuerte sacudida cuando la vi acurrucada contra mi pecho. Tenía la costumbre de dormir con las manos entrelazadas a la altura de su cicatriz, pero que hiciera eso no impidió que me diese cuenta de que había vuelto a abrirse las heridas que se había causado en las palmas con sus propias uñas.
No es que me faltaran ganas o valor para preguntarle directamente por qué hacía eso, por qué se hacía daño a sí misma, pero no quería incomodarla con mis preguntas, al igual que a ella le pasaba conmigo.
Si me hubiese preguntado directamente por mis cicatrices desde el principio, ¿habría sido capaz de contárselo todo?
Jamás podría saberlo.
A pesar de que mi mente reproducía en bucle ese momento, sabía que no lo haría por miedo a hacerme daño.
Suspiré.
El reloj marcaba las dos en punto.
Llevaba alrededor de una hora despierto y con algo de suerte, podría dormir alguna hora más hasta que amaneciera. Me desperté casi tan rápido como me dormí, aunque si no hubiera sido por ella, por la forma en la que me habló en susurros mientras deslizaba sus dedos por mi pelo, no habría podido hacerlo. Si no hubiera sido por Dafne, habría pasado toda la noche en el taller, sentado en una silla y con la mirada perdida en una de las tantas esculturas que tenía a medio terminar mientras pensaba en todo lo que había pasado con Hécate.
Hécate.
Cerré los ojos y conté hasta tres mientras me decía a mí mismo que respirar con calma sería lo único que me ayudaría a librarme del nudo que llevaba toda la tarde atrapado en mi garganta.
No había llorado y no sería capaz de hacerlo aunque quisiera. Llevaba meses sin hacerlo. La última vez que lo hice fue en mi coche, después de reencontrarnos en la playa. Antes de ese día, habían pasado años sin que derramara una lágrima.
Llorar es de débiles.
Llorar te convierte en un perdedor.
Llorar no soluciona nada.
Pero Dafne me dijo que no tenía la culpa de nada de lo que sucedió y quise creer en ella.
Y fue en ese instante, cuando sus brazos me rodearon como si quisiera protegerme del mundo, que lloré como un niño pequeño al que se le ha roto su juguete preferido. Lloré como cuando mi madre tenía que irse y yo me quedaba a solas con él.
Lloré como cuando ese monstruo, porque no podía referirme a él de otra forma, acabó con la vida de Ares, atropellándolo delante de mis narices.
—Eros.
Bajé la mirada hasta ella en cuanto pronunció mi nombre. Mis manos la rodeaban como si tuviera miedo de que realmente fuera un sueño y pudiera desvanecerse con algo tan simple como un ligero pestañeo, pero pasaron los segundos y Dafne seguía allí, acurrucada contra mi pecho mientras rozaba con sus dedos el tatuaje de la mariposa isabelina.