Luces de neón

Capítulo 60. Doce besos

—Disculpa —dijo alguien con una voz muy suave justo detrás de mí. Una voz cálida y envolvente que conocía demasiado bien, pero que a la vez me resultaba tan extraña de escuchar en esas circunstancias que incluso me planteé la posibilidad de que todo fuera un sueño—. ¿Este asiento está ocupado?

Los ojos azules de Eros me miraron con curiosidad y me recordaron al cielo despejado en un día cualquiera de verano. Se inclinó ligeramente hacia mí, pero fue un movimiento tan discreto y aparentemente desinteresado que dudé que pudieran darse cuenta de que no éramos solo dos desconocidos que estaban interactuando por una mera casualidad.

Eros nunca hacía nada por una mera casualidad tampoco.

Así que, que estuviera allí, justo detrás de mí con la intención de sentarse a mi lado en el lugar que probablemente ocuparía mi padre o Leo, en el peor de los casos, por una vez, no era cosa del destino: era total y completamente intencionado.

En el pasado me prometí a mí misma que no volvería a actuar como cuando fuimos a ver a Mateo, pero lo cierto es que no esperaba que mi padre y él estuvieran de nuevo cara a cara.

Apenas habían transcurrido un par de semanas.

Esa era la tercera vez que se veían y Eros parecía totalmente ajeno a la situación, a que mi madre estuviera sentada a mi derecha y a que Leo estuviera justo detrás de él, fulminándolo con la mirada.

—S-se supone que aquí va mi padre.

Eros se inclinó hacia atrás y arqueó las cejas como si mi respuesta lo hubiera confundido. Sin ser realmente consciente de lo que hacía, ya que era algo que solía hacer cuando lo tenía justo enfrente de mí como en ese momento, mirándome como si en realidad fuera mi cómplice y no un desconocido, mis ojos descendieron por su cuello, no sin antes detenerse en el lunar casi oculto bajo su pelo rubio, por la misma camisa blanca que llevaba el día que nos besamos por primera vez como dos personas cuyos destinos estaban entrelazados y por la tinta oscura de los tatuajes que la cálida luz que desprendían las lámparas dejaba entrever.

Solo entonces fui consciente de lo difícil que me resultaba estar a su lado y no poder tocarlo como quería, de no poder hacerlo como Odiseo y Penélope en la pintura de N.C. Wyeth.

A él debía de pasarle algo parecido, por eso sonrió ligeramente, ladeando la comisura derecha de su labio superior antes de usar los dedos de su mano para apartar los mechones de pelo que en ese instante se deslizaron sobre su frente, como si fueran una especie de cortina sagrada que ocultaba un gran secreto tras de sí.

Sabía que los músicos seguían tocando al igual que lo habían hecho antes de que su madre se subiera al escenario para leer el discurso que había preparado para ese día tan especial. Además de ser la última noche del año, era su cumpleaños, pero yo todavía estaba tratando de procesarlo todo, de que él estuviera en el mismo sitio que yo, de que estuviéramos a la vista de todo el mundo y de que lo nuestro secreto estuviera tan al descubierto.

Si Leo quería arruinar esa noche, si decidía hablar antes de que yo pudiera hacerlo o de que al menos intentara dar una explicación de todo lo que había pasado hasta ese momento y de por qué había estado mintiéndoles en la cara, especialmente a mi madre, podría hacerlo fácilmente.

—Dafne. —Mi madre me dio un golpecito con la mano por debajo de la mesa—. ¿Te encuentras bien?

De pronto, sentí la boca seca como si llevara andando varios días por el desierto sin haber probado una gota de agua. Me giré hacia ella y mi barbilla tembló en el instante que separé los labios.

Todo el mundo estaba pasándoselo bien. Escuchaba sus risas, sus voces trayendo recuerdos del pasado y planes para el futuro. En realidad, yo había experimentado esa felicidad mientras aplaudía como si no hubiera un mañana. Mi corazón latió con fuerza cuando Eros me sonrió en la distancia, pero cuando toda esa euforia se disipó y la realidad cayó sobre mí como un jarro de agua fría, comencé a pensar en todo lo que podría pasar y en todo lo que podría salir mal.

Me sentí vulnerable, expuesta.

No estaba preparada para enfrentarme a la realidad.

O al menos eso era lo que creía, porque nunca supe el nivel de fuerza interior que poseía hasta que no tuve que hacer uso de ella.

Por eso Eros estaba allí, justo detrás de mí, hablándome sin temor ni dudas.

—Eros, cariño. ¿Es que no hay más mesas libres?

Él me sostuvo la mirada un par de segundos antes de girar la cara hacia su madre. Fueron cinco segundos en los que sentí demasiadas cosas a la vez, cinco segundos en los que sentí demasiados ojos posados en mí.

¿Qué estaría pensado Penélope?

¿Qué estaría pensando Leo?

¿Y mi padre?

Porque debió reconocerlo en el instante que se subió al escenario.

—Creo que no. —Se cruzó de brazos y aunque no pude verlo, supe que fingió buscar otra mesa que tuviera asientos vacíos, como si estar lejos de mí fuera una de las opciones que se hubiera planteado para esa noche—. He visto que aquí había dos asientos libres y por eso he venido a preguntar.

Su madre se acercó con pasos cortos pero decididos. Una gran sonrisa tiraba de sus labios pintados de rojo. Cuando estuvo a menos de un metro de distancia de mí, fueron sus ojos azules y su perfume floral los que acapararon toda mi atención.




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