Nada es eterno.
Nada.
Y cuando me refiero a nada, eso incluye todo en lo que estás pensando en este preciso instante, porque lo bueno se acaba, pero lo malo también.
Una sonrisa, una mirada y una caricia pueden durar varios segundos, aunque si es con la persona adecuada, pueden extenderse un poco más, llegando a un minuto, a dos o a tres. A no ser que sea alguien especial, muy, muy especial. Entonces, incluso un abrazo, algo que a veces puede fugaz como un suspiro, puede durar una noche entera.
Como decía, lo bueno no es eterno, no dura para siempre, y siempre fui consciente de ello. Mi paleta de colores favorita se acabaría al igual que lo haría el verano. Ese arcoiris tan bonito desapareció del cielo al cabo de veinte minutos y ese cucurucho de nata que olvidé en la encimera de la cocina en mi cumpleaños lo hizo en menos tiempo todavía.
Mi película favorita tenía una duración limitada. Mi canción favorita también.
Mi libro preferido tenía un número de páginas determinado. Cuatrocientos diez, ni más ni menos. Y era perfecto. Volver a él era como volver a un lugar conocido después de mucho tiempo. Sabía lo que pasaría antes y después, pero me emocionaba igualmente.
Cuando ves una película o lees un libro, es normal que puedas llegar a predecir lo que va a suceder. A mí nunca me gustaron los finales tristes porque la vida ya es lo suficientemente triste. Por eso siempre me gustó exprimir al máximo cada cosa que hacía. Prolongaba las miradas con Eros, las risas con Sara y las conversaciones con mi madre y con Calipso. Acariciaba a Hécate hasta que terminaba nuestro horario de visitas y contaba las estrellas en el mirador hasta que perdía el hilo y tenía que volver a empezar.
Las porciones de la tarta de arándanos de Ian se acabarían, aunque él siempre haría más. Ni siquiera tendría que ser un día especial como un cumpleaños o una cena como la de Nochevieja. Él lo haría porque sabía que algo tan sencillo como un dulce nos haría felices.
Pero al igual que con la comida, con los olores y con los besos, también suele pasarnos este tipo de cosas con las personas. Sin embargo, tenemos tan interiorizado que veremos al día siguiente, a la semana siguiente o al mes siguiente a alguien, que no nos damos cuenta de que nada es seguro.
Absolutamente nada.
Nunca sabrás cuándo será tu último adiós con un ser querido.
Nunca sabrás cuándo será la última vez que le darás un beso o un abrazo, o que le dirás te quiero o le preguntarás cómo le ha ido el día. Nunca sabrás cuándo se irá, ni él o ella cuándo lo harás tú, pero lo que sí os perseguirá durante un tiempo será un horrible sentimiento de culpa.
Y aunque detestaba los “¿y si hubiera hecho esto?”, solía tener la culpa de que esa sensación desagradable desatara mis remordimientos, a pesar de que era lo que precisamente me permitía dar los consejos que a mí me hubiese gustado escuchar antes de que el reloj hubiese marcado las doce y de que la última estrella hubiese desaparecido frente a la inminente llegada del amanecer.
—Tienes que venir con nosotros, Sara. Me lo prometiste, ¿recuerdas?
—Te dije que iríamos. —Sara se mordisqueó el labio inferior y apartó la mirada—. Es que no me sentiría cómoda si él no está.
—¿Por qué? —Apoyé las manos sobre la suave colcha de su cama y me incliné hacia ella—. Conoces a Eros. Os lleváis bien. No entiendo por qué te sentirías así.
Sara volvió a mirarme. Se acomodó un mechón de pelo castaño detrás de la oreja y cuando habló, sonó algo cansada.
—Porque no quiero ser una sujetavelas.
—¿Lo dices en serio?
No supe si reír o llorar, así que el sonido que brotó por mi garganta cuando abrí la boca fue una mezcla de ambas cosas.
—Dafne…
—Acabas de usar una expresión demasiado anticuada. ¿De qué época es? —Me reí de nuevo y esa vez se pareció más al sonido de una risa que al de alguien que acaba de atragantarse con su propia saliva—. Por favor, Sara, no vuelvas a decir algo así porque no es verdad.
—Pero a mí me hubiese gustado que estuviera Izan —confesó. Resopló e hizo un mohín—. Me dijo que le hacía ilusión ir a patinar.
—Pero no es tu culpa que no pueda acompañarnos.
—Lo sé, pero es uno de enero, Dafne. ¿Quién trabaja en Nochevieja y en Año Nuevo?
—¿Qué insinuas?
Entorné los ojos y centré toda mi atención en ella, en cada gesto, en cada palabra.
—No insinuo nada. Solo digo que… —Frunció el ceño y cogió su peluche de osito. Entonces, comenzó a acariciarlo para aparentar que estaba tranquila—. Siempre está ocupado. Casi nunca tiene tiempo para mí. Para nosotros. Tengo miedo de que sienta que soy una carga para él.
—Pero si siempre estáis haciendo planes juntos. Que falle en uno o dos no significa nada.
Apretó los labios y reorganizó sus pensamientos antes de decir nada.
—¿Crees que soy agobiante, Dafne?
—¿Agobiante? —pregunté confundida—. ¿Quién te ha dicho eso?
—Bueno… —Se rascó la frente y unió las manos en su regazo—. No me lo ha dicho nadie. No directamente, pero a veces lo pienso. ¿Tú no lo piensas? —Arqueó las cejas, pero no me miró mientras hablaba—. En plan, Sara es un poquitín agobiante.