Luces de neón

Capítulo 63. Palabras

¿Qué pensaría Dafne si supiera que estaba acostumbrado a decir mentiras con más frecuencia de lo que ella creía?

¿Se alejaría de mí como debió hacerlo antes de que todo llegara a un punto de no retorno o trataría de entenderme, a pesar de que al hacerlo estuviera haciéndose daño a sí misma?

Puede que fuera algo involuntario, pero en más de una ocasión tendía a pasar por alto la realidad que tenía ante sus propios ojos. Prefería evadirse o posponer lo que debía hacer con tal de no pensar demasiado. Eso no era bueno. No cuando su situación era delicada en más de un sentido.

Pero en el fondo, tanto ella como yo lo sabíamos.

¿Qué pensarías tú de mí si supieras que fui un mentiroso?

Porque no creas que me conoces.

Hay muchas cosas que todavía no sabes de mí y en esa época, Dafne todavía no me conocía tanto como creía.

Pondría mi mano en el fuego porque ella elegiría la segunda opción, pero no te juzgaré si tú no lo haces. Al final, en situaciones desesperadas, se deben tomar medidas desesperadas. Eso nos aplica a todos: a ti, a mí y a Dafne. También a personas que no tienen una pizca de maldad en su cuerpo, personas como Mateo.

Personas como Dafne.

No trato de justificarme. Bueno, pensándolo bien, puede que solo un poco. En ocasiones tachamos de mentiras determinadas acciones y palabras que realmente no lo son. No es lo mismo decir que no puedes ir a una fiesta porque te encuentras mal y lo que realmente te pasa es que prefieres quedarte en casa descansando y sin hacer nada que decirle a alguien te quiero sin saber todo lo que conlleva esa palabra.

Sé que puede parecer una tontería.

Sé que puede resultar incluso gracioso.

Te quiero es una palabra que la gente suele decir a la ligera y es por eso que la mayoría estamos tan acostumbrados a escucharla a diario que, al final, acabamos restándole la importancia que realmente tiene.

Era consciente de que Dafne quería escucharme decir esas dos palabras mientras la miraba a los ojos y, sin embargo, también sabía que entendía que todavía no se lo hubiera dicho.

En el pasado, aprendí por las malas lo que significaba.

Si vas a decirle te quiero a alguien, asegúrate bien, porque una vez que lo haya hecho, no habrá vuelta atrás.

Yo pude habérselo dicho mucho antes. Hubo tantas ocasiones que me faltarían dedos para contarlas. Y, aún así, cuando no era capaz de pronunciarla, el brillo de sus ojos no se apagaba.

Dafne era maravillosa.

Y brillaba.

Brillaba cada vez que sonreía.

Brillaba cada vez que me miraba.

Su luz se llevaba parte de la oscuridad que todavía anidaba en mi interior. Esa oscuridad era tan peligrosa como una nube aparentemente inocente en mitad de un océano en calma.

Lo blanco puede tornarse negro con facilidad, más de lo que crees. Una nube blanca y suave como el algodón puede llevar dentro una tormenta eléctrica. En cuestión de segundos, la nube pasará de ser blanca a gris, y de gris a negra. Entonces, arrasará con todo a su paso. Y si un pequeño barco pesquero tiene la mala suerte de estar ahí, no vivirá para contarlo. Tampoco su tripulación.

Si quisiera aplicar esa metáfora a la vida real, usaría mi propia experiencia como ejemplo. En ese caso, empezaría diciendo que mi madre era como ese sol brillante y lleno de luz, mientras que mi padre era como esa nube blanca, impoluta y aparentemente perfecta.

¿Y qué hay del barco?

Pues bien, yo era como ese pequeño barco pesquero, frágil y a la deriva.

No me gustaba mucho ese juego de palabras porque él solía utilizarlo con ella después de haberla golpeado hasta que perdía el conocimiento.

Primero lo usó con ella.

Después lo hizo conmigo.

Y en ambos casos, era completamente mentira.

Mi padre era un mentiroso. El mejor mentiroso que había conocido en mi corta y desgraciada vida.

¿Por qué te dice te quiero después de gritarte, mami?

—Porque en el fondo, él todavía me quiere, cariño…

Pero eso era otra mentira más.

Mami. Tú me quieres, ¿verdad?

—Sí, cariño. Te quiero.

A mi yo de cinco años le costaba entender por qué teníamos que encerrarnos en el baño cuando venía de trabajar los viernes. Mi padre era abogado. Uno de los mejores de Barcelona. Tenía una reputación impecable. A ojos de los demás, era perfecto. A ojos de los demás, tenía una esposa preciosa y un hijo perfecto. Aunque en lo que a mí respecta, dejaba mucho que desear, en especial porque era débil. Mi salud pendió de un hilo desde que nací. Siempre fui un niño delgado, pero había épocas del año en las que parecía un saco de huesos con dos enormes ojos azules.

Nadie de nuestro entorno sabía cómo era realmente. Mucho menos que en esas épocas del año, que casualmente coincidían con sus vacaciones, y por lo tanto, cuando volvía a casa, era cuando peor me ponía. Al menos eso era lo que quería creer, porque si ese hubiera sido el caso, yo todavía me pregunto lo siguiente: ¿Por qué nadie hizo nada?




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