Luces de neón

Capítulo 64. Belleza

Cuando Leonardo da Vinci dijo que la belleza perece en la vida, pero es inmortal en el arte, pudo estar refiriéndose a muchas cosas al mismo tiempo. Resulta innegable el hecho de que a todos nos gustan las cosas bonitas, a pesar de que en más de uno y dos casos, la belleza es subjetiva.

Hay quien considera bellas las puestas de sol.

Hay quien considera bello el mar, la arena y las olas.

Hay quien capta la belleza de una tormenta, ya sea en invierno o en verano, de las luces blancas de los relámpagos y de los truenos que convierten el cielo encapotado en un puzle de mil piezas.

También los hay que la encuentran en el olor a tierra mojada que deja tras de sí, en la humedad y en el frío. Yo podía llegar a entenderlos, pero siempre y cuando estuviera en mi cama acompañada de un libro y de una buena taza de chocolate caliente.

Hay quien valora la belleza de la naturaleza, de la calma, del silencio, de las plantas silvestres y de los animales.

Pero, ¿cómo podemos diferenciar lo que es bello de lo que no lo es?

¿Acaso es posible?

Seguramente muchas cosas de las que a mí me gustaban en ese entonces no te gusten a ti. La gente cambia, así como también lo hacen sus pensamientos. Y eso estaba bien, siempre y cuando no fuera en el mal sentido, siempre y cuando no perjudicara a nadie.

Uno de los mayores problemas en el mundo del arte, incluyendo todas y cada una de sus corrientes, es que no todo el mundo las entiende. O más concretamente, que no logran entender lo que el artista intenta transmitir a través de sus obras. Para algunos son rayas, manchas, figuras asimétricas y tachones. Para otros es la expresión más simple y pura de una emoción, de un sentimiento, es decir, de una parte de su vida, pero también de su alma.

A Calipso le gustaba ese tipo de arte, pero yo conectaba mejor con el de otras épocas.

En mi memoria guardaba el recuerdo de las calurosas tardes de verano sentada en el salón de casa mientras leía las enciclopedias de Historia del Arte que mi tío, el hermano de mi madre, me regaló cuando cumplí los diez años. Recordaba detenerme a observar los detalles de las esculturas y las pinturas, de las cualidades de los materiales que usaron para hacerlas, si eran superficies porosas o lisas, de las gamas de colores, de los trazos de las pinceladas, de los tonos y los reflejos.

Pero, a pesar de todo, siempre me gustaron las cosas sencillas.

Y no, no era una persona simplista que se conformaba con cualquier cosa como decía Penélope. Aunque lo fuera, ¿en qué sentido le podría llegar a afectar eso?

—Eres preciosa, Dafne. —Los labios de Eros, tan suaves y cálidos como siempre, se deslizaron por mi garganta, arrancándome un jadeo entrecortado. Yo mantuve los ojos abiertos a pesar de que no podía ver más allá de su silueta, y aunque estábamos a oscuras, sus manos dejaron atrás mi espalda y se movieron hacia abajo de forma lenta y pausada, trazando un camino que parecía conocerse de memoria—. Ojalá pudieras verte como yo te veo.

De pronto, recordé aquel sueño en el que él me dibujó tumbada en el sofá de su taller, mirándolo directamente a los ojos sin pudor ni vergüenza y completamente desnuda, a excepción del collar que me había regalado.

Sentí un cosquilleo en la nuca antes de que su mano fuera a parar allí. Le rodeé los hombros mientras dejaba caer mi cuello hacia atrás para darle un mejor acceso al mismo y con un movimiento ágil y preciso, mis pies abandonaron el suelo.

Hundí las puntas de los dedos en el nacimiento de su pelo y tiré suavemente de él. Sentí el roce de sus dientes en el lóbulo de mi oreja casi de inmediato y entonces, cerré los ojos.

Eros volvió a poner mi nombre en su boca cuando crucé los tobillos a la altura de sus caderas y busqué sus labios a tientas dejando un reguero de besos desde sus mejillas hasta la punta de su nariz. Coloqué mis pulgares en su barbilla para obligarlo a mirarme y sentí la cicatriz de su labio inferior cuando la presioné con suavidad.

Yo también me había aprendido su cuerpo de memoria porque además de ser mi modelo, era esa persona en particular por la que sentía cosas demasiado fuertes e intensas, cosas que me hacían ruborizarme de tan solo pensar en que las decía en voz alta, mirándolo directamente a los ojos.

Eso… ¿era amor?

¿Las mariposas que sentía en el centro de mi pecho y en el estómago eran la consecuencia directa de eso a lo que Sara llamaba “estar enamorada” ?

Antes de conocer a Eros, la frase de Leonardo da Vinci tenía un significado completamente diferente para mí. Hasta ese momento, el término abarcaba únicamente aquello que formaba parte del mundo del arte, desde un jarrón hasta un sarcófago, desde un cuadro de un girasol hasta el de una pareja como Peleas y Melisande de Edmund Blair Leighton.

Después de que el destino hubiera vuelto a unir nuestros caminos en una misma dirección, entendí que esa frase podría aplicarse a todo, incluso a aquello que muchos llaman “amor”.

Antes incluso de llegar a experimentarlo, el arte me enseñó que podría expresarse de formas muy diferentes. Eso hizo que lo usara como referente porque ese tipo de amor, esas miradas y esas caricias congeladas en el tiempo podrían perecer en vida, pero se mantendrían intactas, sin importar que fuera en una pintura o en una escultura.




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