Eros
Siempre hay una primera vez para todo. Siempre hay un primer día de escuela, de trabajo, de descanso. Siempre hay un primer motivo para reír y para llorar. Siempre hay un primer motivo para levantarse y para irse a dormir.
Yo todavía recordaba cuándo fue mi primera vez dibujando a alguien, a quién se lo regalé y lo que esa persona hizo con él, con ese dibujo que me había llevado dos días enteros, con las noches incluidas.
Era su regalo de cumpleaños y me hacía especial ilusión, pero la verdad es que no sé qué fue lo que me hizo pensar que le gustaría, o al menos que se alegraría al verlo.
No fue así. Claro que no.
Fui tan estúpido e inocente que creí firmemente que ese dibujo tan insignificante haría que su mal humor se esfumarse como por arte de magia.
Todavía recordaba el sonido que emitió el papel cuando lo rasgó por la mitad, su mirada de desaprobación y su tono de voz, demasiado frío y hostil como para usarlo con un niño de diez años que solo quería ver sonreír a su padre el día de su cumpleaños.
¿Por qué no podía parecerse más al padre de Liam?
Él me trataba como un hijo mientras que mío me trataba como a un desconocido. No, como alguien al que odias. Pero, ¿por qué?
Yo no había hecho nada malo. Mi madre tampoco.
Entonces, ¿por qué convirtió nuestra existencia en un infierno?
¿Cuándo cambió?
Si es que alguna vez lo hizo, porque me negaba a creer que siempre fue así, que nunca nos quiso, que nunca se arrepintió de lo que nos hizo sufrir.
Siempre fui inocente, pero en el fondo lo sabía.
Sabía que él no nos quería.
—Estás perdiendo el tiempo con estas estupideces. No vuelvas a interrumpirme mientras trabajo. Esto son tonterías.
—Pero es tu regalo de cumpleaños. Me ha costado dos días hacerlo y mamá dice…
Recuerdo estremecerme y retroceder.
Recuerdo la velocidad con la que se levantó y me cogió del brazo.
Recuerdo cómo me mordí el labio hasta que sentí el sabor metálico de la sangre en mi paladar y en la velocidad con la que las lágrimas me nublaron la visión.
—Ella tiene la culpa por seguir apoyando esto que haces. Deja de dibujar y ponte a estudiar de una vez. Tu futuro depende de ti.
A pesar de que lo viví en primera persona, sentía que era otro el que estaba allí con él, en su despacho, en el despacho de uno de los abogados con la mejor reputación de toda la ciudad. Todavía llevaba su traje gris impecable, aunque no la corbata que mamá le había regalado esa misma mañana. Era imposible que la llevara. La encontré tirada en la basura al salir de casa, pero no le dije nada a ella para no herir sus sentimientos. Lo que hice fue guardarla en mi habitación entre los cuadernos de dibujo que me compraba a escondidas. No me importaba que no quisiera ponérsela él, quizás lo haría yo en un futuro.
—A ella le gustan mis dibujos… —Si seguía apretándome con tanta fuerza terminaría dejándome los dedos marcados. Y él no solía dejarme marcas, a pesar de que no era la primera vez que me ponía la mano encima. Era imposible que lo supiera, pero esa estaba lejos de ser la última—. Me haces daño, papá…
Mi padre siseó antes de soltarme, no sin antes clavar su mirada gélida en mí. Cuando aparté la mía, él colocó la palma de su mano en mi hombro. Sentí que ardía, que me quemaba. Me arrepentí de haber ido allí, de haberme encerrado con él por voluntad propia.
—De verdad que no te entiendo. Una nota media de notable es vergonzosa. Si sigues haciendo esto, —cogió mi dibujo, o lo que quedaba de él, y me lo puso justo delante de las narices, tan cerca que cerré los ojos— nunca serás como yo. —Pero yo no quería ser cómo él. Era cruel, mentiroso y manipulador. —¡Mírame cuando te hablo!
Apreté los dientes cuando sus dedos se hundieron en mi hombro. Su aliento a alcohol me dio arcadas, pero no tenía escapatoria, al igual que mi madre nunca la tenía.
Sus ojos negros parecían dos pozos sin fondo. Eran tan oscuros que el iris se fundía con la pupila. Eran tan diferentes a los de mi madre y a los míos que incluso me alegraba de que no se parecieran en nada a los suyos. Ni siquiera tenía sus mismos labios. Su pelo era de un tono marrón tan apagado como su mirada. Su personalidad era diferente a la mía, aunque cambiaba cuando estaba delante de otras personas. Era entonces cuando me hacía creer que me quería. Si ese no era el caso, si pensaba todas esas cosas desagradables sobre mí, ¿por qué delante de los demás me hacía pensar lo contrario?
—Papá… —murmuré, mirando a unos ojos que amenazaban con tragarme a pesar de la luz que entraba a raudales por la ventana—. ¿Tú me quieres?
Se le tensó la mandíbula. Parecía más molesto que antes. Quizás tenía razón cuando decía que siempre lo estropeaba todo, que el culpable de las peleas entre ellos era yo.
—Fuera de mi despacho —me ordenó tras unos segundos que se volvieron interminables—. Y más te vale decir que las marcas del brazo te las has hecho en la escuela, si no, ya sabes cuáles serán las consecuencias. —La garganta me dolió al tragar. Me giré de inmediato cuando la primera lágrima se deslizó sobre mi mejilla derecha, pero no lo hice lo suficientemente rápido. —Los hombres de verdad no lloran, Eros. Llorar es de cobardes. ¿Entendido? —Él sabía de sobra que lo había escuchado a la perfección, pero no le pareció suficiente. Nada era suficiente para él—. ¿Entendido?