Despertar junto a Eros se estaba volviendo demasiado cotidiano. No era la primera vez que abría los ojos con las primeras luces del día y lo descubría trazando la curva de mi columna con lentitud, de arriba a abajo y a la inversa.
Usaba sus dedos índice y corazón con una calma similar a la que reflejaba el océano al que me transportaba su mirada. Nunca tenía prisa cuando se trataba de mí, a pesar de que en algunas ocasiones pudiera parecer lo contrario.
De vez en cuando se detenía sobre los lunares de mi espalda, posando las yemas de sus dedos en ellos y ejerciendo una ligera presión como si fueran las teclas de un piano imaginario. Mientras lo hacía, yo trataba de mantener la calma, de no mostrar ningún indicio que pudiera delatarme. Solo de esa forma podía disfrutarlo de verdad y alargar ese momento todo el tiempo que fuera posible.
Ansiaba que no fuera la última vez. Quería que se convirtiera en una rutina, en algo que pudiéramos compartir varias veces a la semana. También fantaseaba con la idea de poder invertir los papeles, de ser yo la que se despertara mucho antes que él solo para descubrir la forma en la que sus facciones se suavizaban mientras dormía.
A menudo me hacía preguntas a mí misma referidas a la forma en la que frunciría los labios mientras soñaba o a si su boca lo traicionaba dejando escapar las líneas de algún diálogo que todavía no se había atrevido a compartir conmigo. Quería asegurarme de que sus ojos permanecían completamente cerrados toda la noche solo para decírselo a la mañana siguiente.
Quería saber lo que se sentía al abrazarlo en ese estado. Quería comprobar que dejaba todas sus preocupaciones de lado y que se permitía descansar, a pesar de que solo fueran un par de horas.
Y mientras pensaba en todas esas cosas, sus labios rozaron mi frente y yo suspiré, olvidándome por completo de que mi pequeño plan consistía en seguir fingiendo un poco más que todavía no me había despertado.
No estábamos completamente desnudos como la noche anterior, pero me sentía capaz de nombrar en voz alta todas y cada una de las partes de nuestros cuerpos que se tocaban.
El agua caliente que abrazó mi piel después de que me dejara ir hizo que mis músculos se relajaran todavía más, pero a pesar de que habían pasado varias horas desde la última vez que el fuego nos consumió por completo, dejándonos exhaustos pero satisfechos, todavía había partes de mi cuerpo que vibraban anhelándolo, zonas en las que sentía un ligero cosquilleo cuando recordaba todo lo que habíamos hecho.
Sin embargo, él no era el único que había hecho cosas en el cuerpo del otro, dejando su huella para siempre.
Sabía con certeza que me sonrojaría al día siguiente cuando lo mirase a los ojos, pero no me avergonzaba ni me arrepentía. Habíamos sido la primera vez del otro en más de un sentido.
El primer amor.
La primera persona que se convertía en un lugar seguro.
Aunque eso nos convirtiera automáticamente en nuestra primera debilidad.
De pronto, sus labios rozaron mi lóbulo izquierdo, captando toda mi atención. Mi cuerpo se amoldaba al suyo con facilidad, como si ya lo conociera de una vida anterior, como si ambos estuviéramos reencontrándonos después de muchos años.
Cuando el placer y el dolor van de la mano, transitar de un punto al otro debe hacerse con mucho cuidado. Por ese motivo, y por tantos otros más, fuimos a tientas al principio, descubriéndonos y explorándonos como nunca antes habíamos hecho.
Nos hicimos temblar, suspirar y contener la respiración.
Decidimos mostrar nuestras inseguridades, nos abrimos en canal hasta llegar al corazón del otro. Besó mi cicatriz tantas veces que perdí la cuenta y yo besé las suyas, una por una, incluso las que se ocultaban bajo las ondas de su pelo rubio.
Hicimos todo eso y muchas cosas más bajo las suaves luces de neón de su habitación. Queríamos demostrarnos que siempre estarían ahí, como si fueran otro lunar, y que no debían impedirnos mostrarnos tal y como éramos. No debían ser una barrera. No debíamos avergonzarnos de ellas ni tratar de ocultarlas.
Al principio, todo fueron besos y caricias, suspiros y palabras susurradas al oído del otro. Él quería asegurarse de que estuviese cómoda, de que el dolor solo estuviera presente al inicio. Yo también lo quería, quería que estuviera tranquilo, relajado. Quería que supiera en todo momento que me encontraba bien, que estaba feliz por poder compartir una parte de mi alma con él, que me sentía afortunada de que lo que teníamos era real.
Solo cuando ambos nos acostumbramos a la descarga incesante de emociones y sensaciones, decidimos ir más allá. Entonces, mi espalda abandonó el colchón y los muelles emitieron un suave chasquido cuando me colocó sobre él. Todavía me temblaba todo el cuerpo, por eso me aferré con fuerza a sus hombros y por eso me sujetó las caderas con firmeza antes de buscar mi aprobación con la mirada. Asentí al igual que hice en el callejón. Me incliné para capturar sus labios en un beso que ambos prolongamos.
Sus manos se cerraron en torno a mi cintura y yo contuve el aliento hasta que logré adaptarme a la sensación de tenerlo de nuevo dentro de mí.
Nos veneramos con cada movimiento inexperto, con cada caricia, con cada mirada, con cada palabra. Nos besamos muchas veces. Nos besamos en los labios, en las mejillas, en los párpados y en la frente. Él me besó el pelo, los pechos y el vientre. Yo le besé la punta de la nariz, el lunar del cuello y las manos.