Llevaba quince minutos de pie frente a la puerta del despacho de Calipso. Nuestras reuniones solían ser siempre después de las clases e incluso ese día, a primera hora, habíamos quedado en vernos. Me resultó extraño que estuviera cerrado. Ella no solía hacer eso. Es más, no sería la primera vez que la dejaba abierta a propósito para que la persona que fuera a verla la esperase dentro si ella tenía que retrasarse por cualquier motivo. Sin embargo, no pude evitar sentirme algo inquieta. Sabía que solo era un cuarto de hora de retraso, pero no era típico de ella.
Miraba la pantalla de mi teléfono móvil cada cinco segundos con la esperanza de que algún mensaje suyo apareciera como por arte de magia. Lo cierto era que estaba deseando tener esa reunión con ella. La semana siguiente entraríamos en febrero y cada vez estaba más cerca de terminar mi escultura. Me había costado mucho llegar hasta ese punto, no solo porque empecé a hacerla con un poco de retraso, sino porque no paraba de frustrarme por culpa de mi ciega obsesión por alcanzar la perfección. Si hubiese tenido el anillo, probablemente lo hubiese hecho girar hasta que mi dedo pulgar se engarrotase de dolor, pero hacía tiempo que había dejado de llevarlo, sobre todo, para empezar a hacer frente a situaciones como esa con mis propios medios.
Pero los minutos seguían pasando y ella no venía, así que me obligué a respirar con calma y cuando desbloqueé la pantalla de mi teléfono con la intención de escribirle, me llegó un mensaje suyo en el que me decía que no podría venir a nuestra reunión por motivos personales. Todavía más extraño me resultó que no especificara esos motivos personales, ya que nuestra relación no se limitaba solo a la de alumna y profesora, pero traté de no pensar en lo peor. Si esa había sido su decisión, la respetaba.
Cuando salí del bloque de edificios en el que se encontraban principalmente los despachos de los profesores, vi a Eros. Estaba apoyado en su coche con los ojos fijos en el cielo. Aunque estaba bastante lejos, si cerraba los ojos, podía imaginar a la perfección la forma en la que el viento acariciaba sus mechones rubios y cómo las nubes blancas se reflejaban en su iris azul. Al pasar por delante de la cafetería, vi que Eva estaba sentada dentro, pero a diferencia de las veces anteriores, estaba sola. Mis pies se detuvieron por inercia y cuando la miré, ella ya me estaba mirando. Su apariencia había cambiado. Había cambiado su imagen extravagante por la de una chica normal, aunque su versión era desmejorada. Su pelo estaba sujeto en un moño mal hecho y las ojeras oscuras resaltaban unos ojos verdes que habían perdido gran parte de su brillo. Nunca se había mordido las uñas en los cuatro años de carrera, pero en ese entonces pareció recuperar ese mal hábito.
De pronto, me invadió un olor demasiado familiar y no pude evitar apartar la mirada para centrar toda mi atención en la persona que tenía delante.
—¿Va todo bien, Dafne?
Asentí antes de responderle y a través del espejo vi que ella se lo quedaba mirando a él con una expresión que no logré descifrar.
—Sí.
—Pero podría ir mejor, ¿no?
Eros se detuvo justo delante de mí de una sola zancada. Me apartó los mechones oscuros de la frente sin dejar de mirarme y se acercó para darme un fugaz beso en los labios.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a que ha debido de pasar algo para que no tengas una sonrisa de oreja a oreja. Es viernes y se supone que has salido de la reunión con tu tutora del TFG.
—Ahhh… —dije en voz baja—. Es que no ha podido venir.
Cuando aparté la mirada, avergonzada, él me sujetó la barbilla, obligándome a mirarlo.
—¿Y por qué no me lo has dicho? —preguntó con suavidad—. Me has estado esperando todo este tiempo sola, ¿verdad?
Entrecerré los ojos y le dí un ligero apretón en la mano.
—Te he hecho un dibujo mientras te esperaba.
Su mirada se iluminó al instante y las comisuras de sus labios se elevaron, dibujando la misma sonrisa que hacía tiempo había logrado capturar en un papel. Se inclinó para hablarme al oído y sus pulgares trazaron círculos sobre mis nudillos.
—¿Con ropa o sin ropa?
Me reí en respuesta y él me miró con curiosidad.
—Averígualo tú mismo. —Antes de que pudiera decir nada, tiré de él en dirección a su coche, a pesar de que seguía sintiendo la mirada de Eva sobre nosotros—. Vamos.
Nada más entrar, me envolvió un suave olor salado que me recordó al pan recién hecho. Mi estómago reaccionó de inmediato. No había comido en horas.
—Yo también tengo algo para ti.
No quise indagar en si era algo que había hecho solo o con ayuda de Liam. Se lo agradecía muchísimo. Cada pequeño detalle me hacía quererlo cada día un poco más.
Eros condujo hasta una pequeña cala a la que no habíamos ido nunca. Quedaba un poco lejos de casa, pero no tenía prisa por volver. Mi madre seguramente llegaba tarde de trabajar. Probablemente para la cena, aunque si su trabajo lo requería, se quedaría en la oficina hasta bien entrada la noche.
—¿Todavía te duele? —pregunté, señalando con el dedo índice el tatuaje que Hermes le había hecho la semana anterior en el antebrazo.
—No me dolió. —Colocó la empanada recién hecha sobre el muro de piedra, envolviéndola cuidadosamente con el papel, y me mostró el tatuaje que yo misma había visto hacer—. Está cicatrizando muy bien.