Luna de Miel Prestada

El corsé rebelde

La varilla del corsé de aquel vestido elegante parecía tener una misión secreta: Perforarle un pulmón antes de que empezara la ceremonia.

Tal vez porque no era de su talla.
O porque lo había comprado en una tienda de segunda mano, de camino a la boda, como quien agarra una gaseosa en una estación de servicio: rápido, desesperado y sin mirar la fecha de vencimiento.
O, más probablemente, porque su mejor amigo estaba a punto de casarse, y ninguna ballena de corsé podía sujetar el peso de esa idea.

Inspiró con cuidado, como si negociar con el aire fuera suficiente para engañar al vestido. Pero la varilla decidió expandirse y encajarse con precisión quirúrgica en su costilla, justo debajo de la espalda.

Freya estuvo a un suspiro de soltar una palabrota en plena iglesia, lo cual habría sido un regreso espectacular: ella, la mejor amiga incómoda, maldiciendo entre vitrales y flores blancas.

—¿No hacen una linda pareja? —preguntó la señora a su lado mostrando en su celular una foto de los novios en la cena de ensayo.

Freya sonrió con falsa dulzura y asintió con la cabeza.

¿Linda pareja? Claro, perfectos. Él de traje impecable, ella salida de una revista… y yo aquí, apuñalada por un corsé rebelde. Romance puro, señora.

La ironía la hizo sonreír, pero la sonrisa se quebró rápido. En el fondo, Freya no sabía si hacían una linda pareja o no. Apenas había conocido a la novia 48 horas antes, y aun así ya sentía que estaba perdiendo algo más que a un amigo.

Cuando Enzo le dijo que estaba empezando a ver a alguien, ella no se lo tomó en serio. Difícilmente alguna chica lograba impresionarlo. Pero los estados de Instagram cambiaron, las llamadas de domingo se llenaron de un mismo nombre, y Freya debió preocuparse… solo que no lo hizo. Hasta que seis meses atrás, a medianoche, Enzo la llamó para confesar que iba a casarse. Y ahí sí se preocupó.

Habían crecido juntos porque sus madres eran obstinadas además de mejores amigas. Se conocían de toda la vida: fueron a la escuela juntos, aprendieron a montar bicicleta juntos y, para consternación de ambos, según sus madres también aprendieron a ir al baño juntos. Fueron inseparables hasta que, finalmente, no lo fueron.

Enzo quería quedarse en Sedona, hacerse cargo de la granja de su padre, investigar cultivos, convertirse en ingeniero de suelos. A él le apasionaba la vida de ranchero. En cambio, Freya luchaba desesperadamente por irse.

La noche de la graduación tuvieron una gran pelea y, al día siguiente, ella se marchó. Pasó un año entero sin hablarse, hasta que Freya se armó de valor y le escribió un mensaje:

Un ranchero entra a un bar y dice:
—Cantinero, póngame algo fuerte.
El cantinero le sirve tequila y pregunta:
—¿Qué tal, está fuerte?
—¡Pos claro, si hasta me saludó con sombrero y todo!

Era un chiste malo. Lo sabía. Pero a Enzo le encantaban los chistes malos, el humor simple. Era un cebo, y Freya esperaba que él picara. Lo extrañaba demasiado para seguir en silencio.

Él respondió un día después con un solo emoticón de risa. Fue suficiente. Las llamadas volvieron, los mensajes se multiplicaron… pero, por más que él insistiera, Freya nunca regresó a Sedona. Hasta que la invitación de boda llegó a su buzón en Nueva York. Freya la observó por horas, el nombre de ella, Lucy Smith junto al de él, Enzo Callaghan acaparaban toda la tarjeta. Freya no llamó ese domingo a Enzo. Sin embargo, faltando un mes para la boda, Enzo la visitó en New York. Lo había encontrado en su entrada, con su sombrero tejano, sus botas y unas flores de margaritas en sus manos. Alegremente no desentonaba. En New York nadie desentonaba.

Con torpeza lo hizo pasar a su minúsculo apartamento y le mostró sus cuadros. Enzo había quedado impresionado y le dijo lo mucho que había mejorado.

Hablaron de todo y nada y finalmente de la boda.

—Tienes que ir Freya…—había dicho él.

Ella estaba preparando un guiso—lo único que se podía permitir— y no le estaba prestando atención.

—Freya no lo puedo hacer sin ti…eres mi mejor amiga.

Y Freya había aceptado. Esa noche, por primera vez Freya busco el nombre de la futura señora Callaghan en internet. Lucy Smith, con su cabello rubio lucía como una chica rica de ciudad. Todo lo contrario, a lo que Enzo era, pero unas pocas investigaciones más revelaron que la mujer era de lejos lo que parecía, había trabajado en médicos sin fronteras, dirigía un refugio de animales y había adoptado un perro de tres patas.

Toda una mujer maravilla.

Y por primera vez Freya se sintió una perdedora. Había huido de Sedona para ser alguien y el resultado había sido desastroso.

Sin embargo, hizo lo que le había prometido a Enzo, vendió unos cuantos cuadros, compró un boleto de avión, un horrendo vestido de coctel y llegó a Sedona dos días antes de la boda.

Solo un día antes había conocido a la novia y, era todo lo que Freya temía, hermosa, profesional, cálida y la había recibido con los brazos abiertos. Se sentía como Julia Roberts en la boda de mi mejor amigo, salvo que ella no venía a robarse al novio, pero si era todo igual de incómodo.

El murmullo de los invitados era lo único que se escuchaba en la iglesia. Freya no conocía a la mitad de la gente, pero igual los observaba con ojo crítico. Un hombre de sombrero cowboy y botas impecablemente lustradas bostezó demasiado fuerte a dos filas de ella, en la esquina, una tía abuela roncaba suavemente en su silla plegable.




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