Luna de Miel Prestada

Un ramo, una espada.

Lo habían dejado plantado.

A él. Al mejor hombre que Freya conocía.

La rabia la invadió como lava. En medio del silencio tenso y los murmullos incómodos, se levantó de la banca, ignoró el sonido del desgarro de su vestido al costado de su costilla— que seguramente tenía que ver con el corsé que le estaba aplastando un pulmón—arrancó un arreglo de rosas de la decoración y salió de la iglesia como una tormenta con tacones.

La pequeña casa contigua, donde se preparaban las novias, tenía la puerta entreabierta. Freya no la empujó. La pateó. El golpe resonó como un disparo.

Y allí estaba.
Lucy Smith.
La novia fugitiva.

Su maquillaje corrido, el velo arrugado, rodeada por damas de honor que intentaban calmarla. Pero Freya no vio nada más que traición.

Caminó directo hacia ella, con los ojos encendidos, y levantó el ramo de rosas

—¡Maldita bruja! —gritó, blandiendo el ramo como si fuera una espada medieval—. ¿Cómo te atreves a dejarlo ahí parado frente a todos?

Las damas de honor chillaron y corrieron a interponerse. Una de ellas resbaló con el tul del vestido de Lucy y cayó de bruces. Otra tropezó intentando sujetar a Freya y terminó con medio kilo de rímel estampado en la cara.

Freya aprovechó el caos para abalanzarse sobre Lucy y la derribó al suelo. Rodaron entre velos, maquillaje y pétalos volando por el aire.

Freya se montó sobre ella, sujetándola por los hombros, y le dio un golpe con el ramo que ya empezaba a deshacerse.

—¡Esto es por Enzo! —gritó, mientras le daba otro azote—. ¡Esto por su madre que te tejió el chaleco con amor! ¡Y esto por mí, que me puse este corsé asesino para verte arruinarlo todo!

Lucy logró empujarla, pero Freya cayó sobre una mesa de maquillaje, tirando polvos, labiales y una botella de agua con gas.
Se levantó con pétalos en el cabello, rímel en la mejilla y una furia que no se había calmado ni un poco.

—¡Estás loca! —jadeó Lucy, retrocediendo.

—¡Y tú eres una cobarde! —replicó Freya, lanzándole una tiara que rebotó en la pared.

Una dama de honor intentó sujetarla por la cintura, pero Freya giró como bailarina de ballet poseída y la hizo tropezar con un taburete. Otra trató de calmarla con palabras dulces, pero recibió un empujón que la mandó contra una cortina de tul.

Lucy tropezó con su propio vestido y cayó sentada en el suelo. Freya se acercó, con el ramo ya convertido en un palo con espinas, y lo levantó como si fuera a rematar.

Y entonces…

—¡Basta!

El grito cortó el aire como un relámpago

Freya se congeló.

Lucy jadeaba.
Las damas de honor estaban desparramadas como soldados caídos.
El ramo, hecho trizas.
El silencio, absoluto.

Enzo estaba en la puerta.

No gritaba.
No corría.
Solo la miraba.

Y Freya, con el vestido rasgado, el maquillaje corrido y el ramo destrozado en las manos, sintió que el corazón se le caía al suelo.

—Basta—Repitió

Freya bajó el ramo destrozado.

Su respiración era agitada, el maquillaje corrido, el vestido rasgado.

Lucy seguía en el suelo, jadeando, con las damas de honor ayudándola a incorporarse.

Enzo entró en la sala con pasos lentos.

No dijo nada al principio.

Solo miró a Freya.

Y ella lo miró de vuelta, con los ojos llenos de culpa. Se había dejado llevar.

—Todos salgan. Necesito hablar con Lucy.

Freya quiso decir algo, pero se detuvo. Tomó el ramo destrozado, se acomodó el corsé, le dio una mirada de muerte de la novia fugitiva y se marchó.

Las damas de honor y ella salieron hacia el jardín en un silencio incomodo que no tardó en romperse

—Eres una loca ¿Lo sabias?

Freya se detuvo y alzó el ramo destrozado para mirarla. Reconoció a la chica como la dama que estuvo en la iglesia y le dio el papel arrugado a Enzo.

—Puede ser—sonrió como si estuviera de acuerdo— pero no soy una cobarde que espera a último minuto para cancelar una boda

La dama de honor desvió la mirada avergonzada—Lucy tuvo sus motivos.

—Pues espero que hayan sido muy bueno ¿eh?

Nadie dijo nada más. Cuando llegaron al jardín, todos estaban afuera de la iglesia, mirándola como si esperaran que les entregara una explicación de lo ocurrido. Freya titubeó. Se acomodó el peinado con dedos temblorosos, alisó el vestido rasgado como si eso pudiera borrar lo que acababa de pasar.

—¿Y…? —preguntó la señora Callaghan, la madre de Enzo. Su tocado estaba torcido, la chalina arrugada, y los ojos llenos de una mezcla de esperanza y resignación.

Freya tragó saliva.

—No va a haber boda —susurró.

El murmullo fue inmediato. Como una ola que se levanta sin permiso. Gente comentando, especulando, juzgando.

—¿Y ahora qué hacemos con el banquete?

—Esa mujer nunca mereció a nuestro Enzo.

—Tienes razón, nunca me agradó.

La señora Callaghan la miró antes de dirigirse a su camioneta y Freya se avergonzó de su aspecto. Siempre había sido impulsiva, siempre se metía en problemas, pero nunca se había sentido más avergonzada que ahora.




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