Luna de Miel Prestada

Vespa

Luego de aquel extraño momento en el baño, Freya sintió la necesidad de salir. Se alistó con calma y eligió un vestido veraniego que rara vez usaba, unas sandalias planas de tiras blancas y un sombrero de ala ancha, tan blanco que parecía salido de un anuncio de detergente. Llevaba una cinta negra anudada en un lazo discreto, supuestamente “sofisticado”. Al menos, eso fue lo que le juró la vendedora cuando se lo vendió.

No se molestó en verse en el espejo, sabía que se veía bien y no quería arrepentirse y quitarse el sombrero, sus rizos rubios necesitaban protegerse del sol romano. Se alistó primero que él y había insistido en apuntarse al “Tour exprés de Roma en cuatro horas”, que prometía visitas al Coliseo, la Fontana di Trevi y, según el folleto, “una experiencia inolvidable”.

—¿Seguro que no quieres quedarte en el hotel? —preguntó Enzo, con el sombrero de cowboy en la mano, dudando si sería demasiado ridículo usarlo en Italia.

—¿Qué? ¿Perderme la oportunidad de ser turista desvergonzada? Ni loca. Además, si no tiro una moneda en la Fontana di Trevi, todo este viaje habrá sido en vano.

—Creí que viniste porque mi madre te obligó.

—Y eso. Pero también por la moneda y el gelato.

****

El grupo turístico era un mosaico de nacionalidades: japoneses con cámaras del tamaño de bebés recién nacidos, franceses con bufandas perfectamente enrolladas a pesar del calor, y un matrimonio estadounidense que llevaba camisetas a juego con la frase “Eat, Pray, Love”.

La guía, una mujer italiana con voz de soprano y energía de animadora de crucero, los reunió a todos frente al Coliseo.

—Benvenuti! Hoy veremos el anfiteatro más famoso del mundo, donde los gladiadores luchaban y se ganaban el respeto de los emperadores. Fue construido en el siglo I.

—¿Sabes que podemos encontrar eso en Wikipedia? —murmuró Enzo, lo bastante bajo para que la guía no lo oyera, pero lo bastante alto para irritar a Freya.

Ella entrecerró los ojos hacia él.

—Si has venido a quejarte, te hubieras quedado en el hotel —masculló, fingiendo atención a la guía.

Él se acercó. El ala de su sombrero vaquero stetson chocó con el de ella y le torció el suyo.

—¿Y perderme la oportunidad de verte convertida en una turista desvergonzada? Ni loco.

Freya estuvo a punto de reír, pero se abstuvo. No podía dejar que él ganara esa pequeña batalla. Iba a hacerle una pregunta a la guía, pero pronto se distrajo cuando una pareja de ancianos se acercó a ellos.

—Oh, qué bonito —dijo la señora, con un marcado acento inglés—¡Son recién casados, ¿verdad?

Freya parpadeó.

—¿Perdón?

La señora le sonrió con dulzura, como si hubiera descubierto un secreto delicioso.

Freya miró con el rabillo del ojo a Enzo, quien había cometido el error de combinar su polo gris con su vestido veraniego de flores. Resultado: parecían haber coordinado atuendo como una pareja empalagosa de Pinterest.

—Se nota —añadió el esposo, sonriendo con convicción— Tienen esa mirada de “no puedo creer que finalmente sucedió”.

Enzo se quedó inmóvil, como si lo hubieran clavado al suelo. Freya, en cambio, sonrió con incomodidad, demasiado educada para negarlo en seco.

—Eh… bueno… técnicamente no…

—¡Oh, no sean tímidos! —interrumpió la señora, ya rebuscando algo en su bolso— Miren, tenemos una cámara desechable. Vamos a tomarles una foto aquí, frente al Coliseo. Será un recuerdo precioso.

Antes de que pudieran negarse, los ancianos los habían colocado uno junto al otro. Enzo rígido como estatua, Freya sonriendo con la incomodidad pintada en el rostro.

—Acérquense un poco más —ordenó el hombre, como si dirigiera una sesión de fotos— ¡Eso es, más romántico!

Freya se inclinó apenas, lo suficiente para sentir el calor del brazo de Enzo rozando el suyo. El flash estalló.

—Perfecto. —La señora les devolvió la cámara con una sonrisa cómplice— Van a tener un matrimonio muy feliz. Se nota.

Cuando los ancianos se alejaron, Freya soltó una risa nerviosa.

—Bueno… eso fue incómodo.

Enzo la miró de reojo.

—Increíblemente incómodo.

—Pero, vamos, al menos salimos con el Coliseo de fondo. No todo el mundo puede decir eso.

Él negó con la cabeza, pero una chispa de diversión brillaba en sus ojos.

Más tarde, en la Fontana di Trevi, la guía explicó la tradición de lanzar una moneda para asegurar el regreso a Roma. Freya ya tenía la suya lista, apretada en su palma como si de verdad dependiera de ella su destino.

Enzo sacó su celular y la enfocó justo cuando cerraba los ojos.

—¿Y qué pediste? —preguntó él, mientras ella lanzaba la moneda por encima del hombro.

—Eso no se dice. Si lo digo, no se cumple.

—Ah. ¿Y si adivino?

—Entonces tendré que negarlo rotundamente.




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