Luna de Miel Prestada

"Me casé"

Florencia, Central de la Toscana.

3 de mayo

Florencia los recibió con un cielo despejado y calles que parecían un museo al aire libre. Freya iba de un lado a otro con la cámara en alto, como si quisiera capturar cada piedra, cada ventana con macetas de geranios.

—Esto es demasiado hermoso. Voy a llorar —dijo, deteniéndose frente al Ponte Vecchio con un suspiro teatral.

Enzo, con su paso tranquilo, comentó:

—No llores. Los turistas que lloran atraen a los carteristas.

—Tú siempre con tu romanticismo nato.

Él sonrió y siguieron caminando. Freya sintió que habían recuperado su complicidad de siempre y eso la tranquilizó. El día anterior todo había sido extraño. Ella lo había atribuido al hecho de compartir cama y amanecer en posiciones demasiado comprometedoras. Pero, por suerte, esa mañana ambos habían respetado sus respectivos “territorios” y no hubo necesidad de establecer líneas divisorias con almohadas ni nada por el estilo.

Cuando el sol de Florencia se volvió insoportable, se refugiaron en un restaurante al aire libre que prometía ser toda una eminencia en pasta casera. Freya hojeó la carta con una mezcla de ilusión y resignación. Tenía un presupuesto ajustado, así que hizo cálculos mentales y terminó pidiendo lo más barato. Enzo, en cambio, pidió una pasta carbonara que le hizo agua la boca y un postre de chocolate con cobertura de maní que provocó que Freya casi gimiera en voz alta.

Apenas se retiró el mesero, Enzo se excusó para ir al baño. Freya aprovechó para pasear por la terraza y tomar más fotos. Ignoró olímpicamente los mensajes de índole sexual de su hermana —quien insistía en recordarle que todo lo que pasa en Italia, se queda en Italia— y abrió Instagram. Subió varias fotos, cuidando de no incluir a Enzo en ninguna, y hasta actualizó su foto de perfil.

Justo cuando iba a cerrar la aplicación, vio que Lucy había subido una historia.

¿Todavía eran amigas en Instagram? ¿Por qué demonios no la había bloqueado después de la arrastrada cabello y las amenazas de muerte de su parte?

Se debatió unos segundos. Miró sobre su hombro, como si Enzo pudiera aparecer de la nada y descubrirla con las manos en la masa. Al confirmar que no había peligro, abrió la historia.

Si esperaba ver a Lucy tomando sol en una playa del caribe con un bikini diminuto y un Martini en la mano, estaba equivocada. La mujer maravilla —cómo no— estaba en Uganda, trabajando otra vez con Médicos Sin Fronteras.

¿Ese había sido el verdadero motivo por el que no se casó con Enzo?

Freya recordó una conversación antigua: él le había dicho que, después de casarse, se mudarían al rancho y Lucy abriría una clínica en Sedona. Pero… ¿cómo encajaba eso con su foto en África? No sabía demasiado sobre cómo funcionaba Médicos Sin Fronteras, pero estaba segura de que al menos debías presentar una solicitud con varios meses de anticipación. Y Lucy no parecía alguien que improvisara.

Freya se moría por saber qué fue lo que le dijo Lucy a Enzo cuando se quedaron solos en la casita de la novia. Pero nunca se lo preguntaría, no quería lastimarlo, por si él recuerdo era muy doloroso…y ella no soportaría causarle dolor a Enzo

Sin embargo, Freya se preguntó si Lucy se había arrepentido de formar una familia con él, de quedarse en el rancho y vivir una vida pacífica en Sedona, porque si era así, no podía culparla. Ella sabía exactamente lo que era sentirse atrapada por aquel pueblo. Sabía lo que era necesitar escapar antes de que el aire mismo te pesara en los pulmones.

Porque ella había hecho exactamente lo mismo.

***

Freya bloqueó a Lucy.

No por culpa, sino por pura y santa autopreservación.

Porque ver sus fotos en África, salvando bebés y montada en jeeps polvorientos, hacía que se sintiera como una completa inútil. Era imposible competir contra alguien que posaba con un estetoscopio mientras vacunaba niños con la misma elegancia con la que otras se pintaban las uñas.

Además, también lo hacía por solidaridad, fuera cual fuera sus motivos, le había roto el corazón a su mejor amigo y ella no podía ser solidaria con una mujer así.

Así que la bloqueó. Sin drama. Sin marcha atrás. Con un ligero temblor en el pulgar, eso sí… porque, admitámoslo, había algo adictivo en odiar a Lucy.

Se disponía a regresar a su mesa cuando, por culpa de su elegantísimo sombrero, tropezó con alguien. La ancha ala le impedía ver el rostro de la persona, y estaba a punto de disculparse con esas frases en italiano —mal acentuadas, por supuesto— que había aprendido esa mañana de los vendedores ambulantes, cuando escuchó una voz cargada de incredulidad.

—¿Freya?

Levantó el sombrero con la mano para descubrir quién la llamaba con tanta familiaridad. Sin embargo, en cuanto se dio cuenta quien era, la sonrisa se le borró del rostro.

—¿Qué estás haciendo en Italia? —preguntó él.

Freya intentó mantener el gesto neutro, pero era imposible no mostrar nada frente al hombre que la había engañado y, de paso, hecho dudar de su talento artístico como pintora.

—Yo… —empezó a decir, pero no tuvo tiempo de inventar una excusa.




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