Luna de Miel Prestada

Romper el corazón

Freya se despertó en medio de la noche como si alguien le hubiese oprimido el pecho.
Trató de respirar, pero el aire se sentía espeso, como si los pulmones se le hubieran llenado de alquitrán.

Tardó unos segundos en ubicarse, en distinguir las sombras del techo y el sonido distante del mar colándose por la ventana abierta.

La sábana se deslizó de su cuerpo desnudo cuando se incorporó, y el roce del aire frío sobre su piel le recordó lo que había pasado.

Lo que habían hecho.

A su lado, Enzo dormía de lado, una mano extendida sobre el espacio que ella había ocupado, como si incluso dormido intentara retenerla.

Freya contuvo el aliento. La escena era tan íntima que dolía.

Habían hecho el amor con una mezcla de furia y ternura, como si en cada beso trataran de borrar los años perdidos, los silencios, las heridas. Hasta quedar exhaustos.
Y aun así, en ese silencio posterior, algo en su pecho seguía palpitando con un desasosiego que no tenía que ver con el deseo.

No debía sentirse así.
No después de tanto esperarlo, de tantas noches imaginando cómo sería tenerlo de nuevo, sin barreras ni excusas.
Pero ahí estaba: esa presión en el pecho, ese miedo antiguo que se despertaba cada vez que se sentía perdida.

Se levantó con cuidado, buscando su bata en el suelo, pero en el movimiento rozó sin querer su muñeca con la de Enzo.
Él se movió apenas, murmuró su nombre con voz ronca:

—Freya...

El sonido la detuvo.

Era el mismo tono que usó horas antes, justo antes de que todo pasara.
Y por un segundo, ella deseó volver a meterse bajo las sábanas, olvidar el mundo y dormir junto a él.

Pero no lo hizo.
Porque conocía esa sensación: la calma antes de que todo volviera a romperse.

Se encerró de nuevo en el baño y se sostuvo del lavamanos, los nudillos blancos por la fuerza con que se aferraba al borde.

Cerró los ojos, suplicando que todo pasara, pero las náuseas la golpearon de repente. Apenas tuvo tiempo de levantar la tapa del inodoro antes de vomitar.

El cuerpo le temblaba. El corazón, desbocado.
Sabía exactamente lo que le estaba pasando. No era culpa del alcohol ni del cansancio.
Era un ataque de pánico.

Conocía las señales: la presión en el pecho, el zumbido en los oídos, el vértigo en la garganta.
Eran los mismos síntomas que había sentido la primera noche que durmió sola en Nueva York, cuando descubrió que la ciudad de sus sueños podía ser también un monstruo que la devoraba viva.
Los mismos temblores que la paralizaban cada vez que un profesor destrozaba su trabajo frente a toda la clase, como si su arte no valiera nada.

Y ahora, aquí estaba, con el sabor del miedo en la garganta y el recuerdo de Enzo sobre la piel.

Cuando el temblor cedió, se levantó despacio. Se enjuagó la boca, se miró al espejo y se vio distinta. No solo despeinada y ojerosa.

Distinta.

Había cruzado una línea de la que no estaba segura de poder volver. La única línea que había jurado no cruzar jamás.

Salió del baño y lo observó dormir. Enzo tenía el ceño ligeramente fruncido, como si hasta dormido tratara de entenderla. Freya sintió un nudo en la garganta.

No podía quedarse.
No cuando no sabía lo que sentía. No cuando ella era experta en echar a perder las cosas que le importaban.

No podía echar a perder su amistad con Enzo. No lo soportaría.

La maleta estaba al pie de la cama, lista desde la tarde. Iban a ir a Nápoles al día siguiente, la última parada del tour. Así que no tenía que empacar nada.
Solo marcharse.

Dejó una nota sobre la mesa de noche. No podía escribir “lo siento” porque no lo sentía del todo. Así que escribió algo que, de alguna manera, era peor:

No sé cómo seguir sin romperte.
O romperme yo.
—F.”

Salió sin hacer ruido. El pasillo estaba en penumbra, con la tenue luz del amanecer filtrándose por las cortinas del ventanal al fondo. El sonido de sus pasos la siguió como una culpa.

Al llegar al lobby, pidió un taxi. El recepcionista bostezó sin prestarle atención. Cuando subió al vehículo y vio cómo el hotel se hacía pequeño a lo lejos, el corazón le dio un vuelco.

Fue en ese momento cuando lo comprendió: ¡Era una idiota!

Estaba haciendo exactamente lo mismo que Lucy.

Huyendo.

De él.
De lo que significaba.
De lo que los dos acababan de hacer.

El pensamiento la golpeó tan fuerte que le cortó la respiración.

¡No, no, no, no! No podía hacerle eso a Enzo.

No era una cobarde. ¡Freya Sullivan no era una cobarde! No iba a huir del amor.

Pidió al conductor que se detuviera y bajó a toda prisa. Tenía que volver, decirle algo, cualquier cosa. No podía dejarlo sin una palabra.

Empezó a correr calle arriba, con la maleta golpeándole la pierna. El aire frío de la madrugada le raspaba los pulmones. En algún punto, un hombre pasó corriendo junto a ella y le arrancó la maleta de las manos.

—¡Oye! ¡Detente! —gritó.

Echó a correr detrás de él sin pensar, pero el ladrón se desvió hacia la avenida principal. Ella siguió corriendo, con el corazón desbocado. Y no vio el auto venir.

El sonido del frenazo la partió en dos.
Hubo un golpe seco, un destello blanco.
Después, nada.

El silencio llenó la calle.
Solo el leve rodar de su teléfono, que cayó de su abrigo y se detuvo a unos metros de su cuerpo.




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