Madre en alquiler

Capítulo 3 - Primera cita, primera catástrofe.

Estoy frente al espejo con Chloe, mi mejor amiga y la única que tiene paciencia para aguantar mis crisis de vestuario.

—No sé qué ponerme —digo por décima vez mientras lanzo un vestido sobre la cama.

—Tatiana, es una cita, no tu boda —responde Chloe riéndose mientras levanta el vestido y lo coloca de nuevo en la percha—. Además, ¿no se supone que es para aparentar? Pues aparenta.

La miro con cara de "no me ayudes tanto".

—El señor CEO quiere que parezca su novia, la futura madre perfecta y la mujer más elegante del mundo. ¡Y yo apenas tengo ropa decente para entrevistas de trabajo fallidas!

Chloe suspira y me pasa un vestido sencillo color azul marino.

—Este. Clásico, lindo, cómodo. Y con tacones bajitos porque vas a cargar al bebé.

—¿El bebé va? —pregunto con voz incrédula.

Chloe me lanza una mirada que lo dice todo.

—Tatiana... si de verdad quieres que la mentira parezca realista, el bebé tiene que ir. ¿O piensas dejarlo en la guardería mientras tú sonríes en una cena de lujo?

Chloe me maquilla un poco, nada exagerado, lo justo para que parezca que no estoy a punto de colapsar por nervios. Apenas me acomoda el labial, mi celular vibra.

—Es tu "novio" —dice Chloe con una sonrisita burlona.

Miro la pantalla y veo su nombre: Eleazar. Respondo casi temblando.

—El chofer está en camino —dice con esa voz tan seria que parece que está hablando de una junta de negocios y no de recoger a una persona.

—¿Ah... ahora tengo chofer? —susurro más para mí que para él.

Cuelgo y Chloe empieza a reírse.

—Tatiana, por Dios, vives en una novela de millonarios. Te falta la música dramática de fondo.

Cuando bajo al edificio, siento que el corazón se me va a salir del pecho. Y ahí está: una Mercedes negra estacionada justo frente a la puerta. El chofer se baja, impecable con su traje, y me abre la puerta con una reverencia.

—Señorita Tatiana, adelante.

Me monto en el auto con la sensación de estar en una película que no pedí protagonizar. El chofer conduce sin decir una palabra, como si yo fuera la reina de Inglaterra... pero con pañalera incluida.

Cuando llegamos, casi me da un infarto. El restaurante es de esos con lámparas de cristal, valet parking y meseros que parecen modelos de traje. Y ahí, justo en la entrada, está Eleazar. Impecable, traje negro perfectamente ajustado, sosteniendo al bebé en brazos como si fuera parte de su atuendo de lujo.

Me bajo del carro y lo primero que me sale decir es:

—¿Un restaurante lujoso? ¿En serio? Solo vamos a repasar las mentiras que diremos en la boda de tu primo, no a filmar un comercial de perfumes.

Él me mira con esa calma que irrita y responde:

—Es que yo siempre voy a lugares caros.

Me lo dice como si fuera lo más obvio del mundo. Yo ruedo los ojos y me acerco mientras pienso: perfecto, estoy atrapada en una telenovela de millonarios arrogantes... y ahora con un bebé de por medio.

El bebé, como si entendiera la situación, suelta una carcajada que hace que varias personas volteen a mirarnos.

—¿Ves? —le digo— hasta él piensa que esto es ridículo.

El bebé empieza a jalarme un mechón de cabello con su manita regordeta y yo chillo bajito:

—¡Ay! Este niño ya me adoptó de juguete.

Eleazar arquea una ceja, serio como siempre:

—Se llama Ethan.

—Pues Ethan tiene mejor agarre que yo en el gimnasio —respondo mientras intento zafarme del tirón sin quedar calva.

Él suelta una leve risa, apenas perceptible, y eso me desconcierta. ¿El señor hielo... sabe reír?

En ese instante aparece el mesero de la entrada, un tipo con cara de pocos amigos que nos analiza como si estuviéramos entrando con un extraterrestre.

—¿Mesa para tres? —pregunta, mirando al bebé con horror contenido.

—Mesa para dos —corrige Eleazar con toda la seguridad del mundo.

Yo lo miro indignada.

—¡Perdón! ¿Y el pequeño príncipe? ¿Lo vamos a dejar en la cocina con los cuchillos?

El mesero se aclara la garganta, incómodo, mientras Ethan empieza a dar palmaditas en el hombro de su papá.

Al final, resignado, el hombre anota en su libreta:

—Mesa para... dos y medio.

Entramos al salón principal y siento que todos nos observan. Claro, no todos los días aparece un CEO con cara de "soy dueño del mundo", una modelo medio nerviosa y un bebé que intenta arrancarme un arete.

El mesero nos acomoda en una mesa cerca de la ventana. Apenas me siento, Ethan golpea con su manita la carta como si también quisiera ordenar.

—Seguro pide un jugo de manzana —susurro, y casi me da risa el gesto de fastidio que hace Eleazar.

Él deja al niño en una sillita especial y se acomoda frente a mí, cruzando los brazos. Su mirada es intensa, como si estuviera a punto de interrogarme.

—Dime algo, Tatiana... —empieza con esa voz grave que podría usarse para vender relojes caros en un anuncio—. ¿Por qué aceptaste esto?

Levanto la ceja.

—¿"Esto" te refieres a qué? ¿A comer panecillos de veinte dólares mientras todos nos miran como si fuéramos una obra de teatro?

—Me refiero al trabajo —responde, sin perder la seriedad—. Fingir ser mi esposa.

Trago saliva y juego con la servilleta.

—Porque necesito el dinero, Eleazar. Últimamente no me está yendo bien en el modelaje... —hago una pausa, bajando la voz—. Digamos que las pasarelas ya no me llaman tanto como antes, y mi nevera empieza a sonar más vacía que mi agenda.

Él me observa con esa expresión que no logro descifrar: mezcla de interés y desconfianza. Finalmente asiente, como si hubiera confirmado lo que ya sospechaba.

—Al menos eres honesta —dice, sirviéndose un poco de agua.

—Claro que soy honesta. Si quisiera mentir ya habría dicho que acepté porque me pareciste encantador.

El mesero aparece con una botella de vino tinto. Eleazar ni siquiera mira la carta, solo asiente y dice:




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