El llanto de Ethan me despierta antes de que el sol termine de asomarse por la ventana. Miro hacia un lado y ahí está Eleazar, completamente ajeno al caos, respirando con tanta calma que parece un comercial de colchones.
Susurro al bebé mientras lo tomo en brazos:
—Apestas, pequeño. —Sonrío, aunque me invade un ligero pánico—. Bueno, ¿qué tan difícil puede ser esto? Solo… cambiar un pañal.
Camino en puntas de pie, tratando de no hacer ruido, y miro a Eleazar otra vez. Se ve tan cansado que me da lástima despertarlo. Después de todo, él carga con el peso de ser papá todos los días… yo solo estoy aquí fingiendo ser su esposa perfecta.
Coloco a Ethan sobre la cama, me armo de valor y susurro:
—Ok, Tatiana… si puedes caminar en tacones de quince centímetros sin caerte, también puedes con esto.
Voy con Ethan hasta su habitación, con el corazón latiendo rápido, como si estuviera a punto de enfrentar una pasarela improvisada. Lo pongo con cuidado sobre el cambiador y comienzo a buscar entre las cosas: pañales, toallitas, cremita… todo parece un kit de supervivencia para padres.
—Ok, pequeño —susurro mientras él me mira con esos ojitos enormes—, no te rías de mí si me equivoco, ¿sí?
Le hago un par de caritas tontas y él, para mi sorpresa, se calma un poco, como si supiera que estoy dando mi mejor esfuerzo. Quito el pañal con cuidado, arrugo la nariz y digo:
—Definitivamente esto no lo ponen en los desfiles.
Pero lo limpio con paciencia, asegurándome de que quede cómodo. Cuando termino y cierro el pañal, Ethan me regala una sonrisa chiquita, esa que derrite hasta el hielo más duro.
—Ah, no, no hagas eso… porque me vas a acostumbrar a ti —susurro, dándole un besito en la frente.
Lo cargo y camino de un lado a otro, meciéndolo suavemente hasta que su respiración se vuelve más lenta. Me siento en el sillón de su habitación y me quedo ahí un rato, disfrutando de esa paz que nunca pensé que un bebé pudiera darme.
Escucho un crujido en el piso y levanto la mirada. Ahí está Eleazar, apoyado en el marco de la puerta, despeinado, con la camiseta medio arrugada y los ojos aún medio dormidos.
—¿Qué haces despierta? —pregunta en voz baja, como si temiera romper el silencio de la habitación.
Me sorprendo, pero me abrazo más a Ethan, que ya respira tranquilo en mis brazos.
—Lo escuché llorar… y pensé que podía encargarme yo. No quería despertarte.
Él me observa un largo momento, con una expresión que nunca le había visto antes. Ni esa frialdad de hombre de negocios ni el sarcasmo con el que suele hablarme. Solo… calma.
—Lo cambiaste tú —dice al fin, y suena más como una afirmación sorprendida que como una pregunta.
—Sí, y no explotó nada —bromeo, tratando de restarle importancia.
Él sonríe apenas, lo suficiente para que me confunda un poco, y entra despacio. Se acerca, toca con cuidado la manita de Ethan y luego me mira directamente.
Él se acerca un poco más, con esa seriedad que nunca abandona del todo, y me dice en voz baja:
—Tú no tienes que hacer eso.
Lo miro, me encojo de hombros y le respondo con sinceridad:
—Quería hacerlo… tú te veías tan cómodo.
Por primera vez noto que duda, como si no supiera qué decirme. Ethan se mueve un poco en mis brazos y yo lo balanceo suavemente, lo que hace que sus ojos se cierren otra vez.
Eleazar suelta un suspiro, pasa una mano por su cabello despeinado y me observa en silencio, casi con esa mirada de alguien que no entiende por qué otra persona está dispuesta a cargar un peso que no le corresponde.
—No estás obligada a cuidarlo —insiste, con un tono más suave de lo normal.
Yo lo miro de nuevo, con una media sonrisa.
—No lo hago porque tenga que hacerlo. Lo hago porque… quiero.
Ethan suelta un pequeño suspiro dormido y por un segundo siento que todo se detiene.
Eleazar toma con delicadeza a Ethan de mis brazos, lo acuesta en la cuna y le acomoda la manta. Su rostro se suaviza un instante mientras lo observa dormir, pero tan pronto se gira hacia mí, vuelve esa seriedad impenetrable que lo caracteriza.
—Vamos —me dice en voz baja.
Asiento y lo sigo hacia el pasillo. Apenas avanzamos unos pasos, un carraspeo fuerte nos detiene en seco.
—Despiertan algo temprano… —la voz profunda y cargada de autoridad hace que mi estómago se encoja.
Me giro y veo a Richard, el padre de Eleazar, parado frente a nosotros con una bata elegante, como si aún durmiera con trajes de diseñador. Sus ojos se mueven entre su hijo y yo con una calma que me resulta inquietante.
En ese momento, siento las manos de Eleazar posarse firmes en mi cintura. Mi piel arde, no solo por el contacto, sino porque sé que lo hace para reforzar la mentira.
—Tuvimos una noche… agitada con el niño —dice Eleazar, con esa voz segura que parece capaz de convencer a cualquiera.
Yo asiento nerviosa, intentando forzar una sonrisa, mientras me pregunto cuánto podrá notar Richard de mi incomodidad.
Richard cruza los brazos y nos observa con esa sonrisa que no sé si es cordial o inquisitiva.
—Estaba pensando en salir a desayunar, un desayuno familiar… —dice con calma, aunque siento que más que una invitación es una orden disfrazada.
Eleazar guarda silencio, su mandíbula se tensa. Puedo notar que no le hace gracia la idea, pero no se atreve a contradecirlo. Entonces Richard gira hacia mí, clavando esos ojos calculadores en los míos.
—¿Qué dices, Tatiana?
Trago saliva y sonrío nerviosa, tratando de sonar natural.
—Por supuesto que sí, me encantaría.
Richard asiente satisfecho y se marcha con la misma presencia imponente con la que llegó. Apenas se va, siento los dedos de Eleazar apretarse un poco en mi cintura. Me vuelvo hacia él y me encuentro con su expresión incrédula.
—¿Por qué dijiste que sí? —me susurra entre dientes, como si acabara de traicionar un acuerdo tácito.