El desayuno llega y, sorprendentemente, todo transcurre en calma. El murmullo del club privado, las tazas de porcelana chocando suavemente contra los platillos, y la risa ocasional de Tatiana crean una atmósfera que me resulta casi… familiar.
Mientras ella juega con una mano de Ethan y con la otra corta delicadamente su croissant, saco el tetero de la pañalera. Richard nos observa con esa mirada inquisitiva, como si cada gesto fuera una prueba.
—¿A los cuántos meses dejaron de darle leche directamente de Tatiana? —pregunta de pronto.
El comentario me toma tan desprevenido que casi escupo la comida. Siento la garganta atragantada y Tatiana se queda petrificada, con los ojos como platos.
—Eso no te importa —respondo con frialdad, dejando el cubierto sobre la mesa con más fuerza de la necesaria.
Richard solo levanta las cejas, como si mi reacción confirmara algo en su cabeza.
—Bueno, mi nieto sigue estando muy pequeño —replica con una sonrisa cargada de doble intención.
El silencio pesa unos segundos. Tatiana acaricia la cabecita de Ethan, tratando de suavizar la tensión, mientras yo solo quiero levantarme y largarme de ahí.
Me quedo rígido, mordiéndome la lengua para no soltarle algo peor. Pero antes de que pueda abrir la boca, Tatiana se aclara la garganta con gracia, como si nada la incomodara.
—Oh, el doctor me recomendó no darle tanto tiempo —dice con una sonrisa tranquila, acariciando la espalda de Ethan—. Así que pasamos a fórmula un poco antes. Ha sido lo mejor para él, ¿cierto, amor?
Me mira de reojo, dándome la señal para seguirle la corriente. Yo asiento, aunque por dentro me arde la incomodidad.
—Exacto —añado con tono seco—. Lo importante es que esté sano.
Richard nos observa unos segundos, como si evaluara cada palabra, y luego suelta una risita breve.
—Bueno, si ustedes lo dicen… se ve fuerte y saludable.
Richard se excusa con una inclinación rápida y se dirige al baño. La mesa queda con un silencio cortante que viene bien para soltar lo que llevo rumiando desde hace rato.
La miro a los ojos, bajo la voz y le digo:
—Mira, si en cualquier momento quieres renunciar a esto, dímelo. Te pagaré igual.
Ella me observa como si hubiese dicho la cosa más absurda del mundo y luego suelta una risita corta.
—¿Renunciar? —repite, divertida—. Eleazar, esto me viene bien. Me divierte. Me distrae de mi aburrida vida y, además, me paga.
Se encoge de hombros con esa sinceridad brutal que tanto me incomoda y me atrae al mismo tiempo.
—Bueno… hasta que el contrato termine —añade, con la misma media sonrisa que usó la noche anterior.
Algo en mí se relaja y algo en mí se tensa al mismo tiempo. Quiero respetar la lógica del trato —temporal, controlado— y a la vez la idea de que ella quiera estar aquí me golpea más de lo que debería.
Antes de que pueda responder, Richard aparece de nuevo, como si hubiese leído nuestros pensamientos en el silencio. Se sienta y nos mira con esa calma implacable. Yo aprieto la mano de Tatiana por debajo de la mesa un segundo—un gesto mínimo, casi instintivo—y ella me devuelve la mirada con algo parecido a complicidad.
Richard de repente saca una cámara pequeña de su saco y la enciende con aire solemne.
—Una foto familiar —anuncia como si fuera el acto más natural del mundo.
Tatiana y yo nos acomodamos de inmediato, y Ethan queda en sus brazos, inquieto pero sonriente.
—Vamos, sonrían —ordena mi padre.
Lo hacemos, aunque la mía es más una mueca controlada que una sonrisa. El clic de la cámara suena y pienso que ojalá esa sea la última.
Pero, por supuesto, no.
—¿Por qué no se dan un beso? —lanza Richard con esa sonrisa traviesa que no le conocía.
Me tenso y siento cómo Tatiana lo nota. Sin perder un segundo, coloca a Ethan justo entre los dos, su cuerpecito quedando como barrera perfecta.
—Es mejor así —dice con picardía, acariciando la cabecita del niño.
Mi padre suelta una carcajada. Levanta su teléfono, se estira hacia nosotros y saca una selfie rápida, sin darnos tiempo a reaccionar.
—Oh, qué lindos nos vemos —comenta satisfecho, enseñando la pantalla como si fuera el retrato de la familia perfecta.
Yo asiento con gesto educado, pero por dentro me arde el orgullo. Tatiana, en cambio, parece disfrutar la escena, como si de verdad le divirtiera la farsa.
El desayuno termina con la típica despedida de mi padre, demasiado sonriente después de haber jugado al abuelo orgulloso. Cuando por fin subimos al auto de regreso al penthouse, siento como si me hubiera quitado un peso de encima.
En el ascensor, Tatiana se acomoda el bolso en el hombro y me lanza una mirada cautelosa.
—Puedo ir a mi apartamento un rato? —pregunta con tono inocente.
Entrecierro los ojos.
—¿Para qué?
Ella sonríe nerviosa, jugando con un mechón de su cabello.
—Bueno… Chloe va a invitar a un chico, y él llevará a otro chico, y… ya sabes, pensé en estar un rato con ellos.
Me cruzo de brazos y dejo escapar una risa seca.
—Por supuesto que no.
Ella parpadea, sorprendida, como si no entendiera la firmeza en mi respuesta.
—¿Perdón? —responde, alzando las cejas.
—No voy a dejar que te metas en situaciones estúpidas —replico, con un tono más frío del que esperaba.
Tatiana entra al penthouse con pasos firmes, gira sobre sus tacones y me mira con los brazos cruzados.
—En el contrato no decía nada de vivir contigo —me lanza, con ese tono desafiante que parece disfrutar.
Cierro la puerta detrás de nosotros y la miro directo a los ojos.
—No puedes ser mi supuesta esposa y andar con otros.
Ella arquea una ceja, incrédula.
—¿Otros? No estoy “andando” con nadie, solo era una salida con amigos.
—Eso no importa —respondo sin apartar la mirada—. Si alguien ve fotos tuyas con otro hombre, ¿qué crees que pensará mi familia?