Me siento demasiado nerviosa, tanto que no dejo de mover las manos sobre mi regazo. El paisaje va cambiando poco a poco por la ventana del auto: dejamos atrás los rascacielos de la ciudad y, después de casi tres horas de carretera, llegamos a los alrededores de Hamptons, un sitio elegante y tranquilo a las afueras de Nueva York, donde vive la familia de Eleazar.
El auto avanza por un camino privado rodeado de árboles perfectamente alineados, como si todo hubiera sido diseñado para impresionar a cualquiera que llegue. Yo respiro hondo, intentando calmarme, pero es inútil. Cada kilómetro que nos acerca a su casa me pesa más en el pecho.
—¿Nerviosa? —pregunta Eleazar sin apartar la vista del camino.
Asiento, porque mentir sería ridículo.
—Un poco… —susurro, aunque en realidad siento que me tiembla hasta el corazón.
Él suelta una risa baja, casi burlona, como si mi incomodidad fuera entretenida.
—Tranquila. Solo es mi familia —dice con ese tono sarcástico que le encanta usar.
“Solo es mi familia”… Como si fuese poca cosa. Yo sé que para él puede serlo, pero para mí es diferente: voy a entrar en la boca del lobo, fingiendo un papel que cada vez siento más real, con un niño que ya me robó el alma y con un hombre que me confunde con cada palabra.
Cuando por fin el auto se detiene frente a una mansión enorme de fachada blanca y ventanales altos, siento que mi respiración se corta. Es imponente, majestuosa, demasiado perfecta. Y ahí dentro me espera la familia de Eleazar.
Nos bajamos del auto y de inmediato dos mayordomos se acercan para recibir nuestras maletas. El aire aquí huele distinto, más limpio, más fresco, como si la perfección de este lugar no dejara espacio para nada fuera de lugar.
Ethan empieza a llorar con fuerza, sus manitas tiemblan buscando consuelo. Eleazar frunce el ceño y me lo pasa sin dudar. Apenas lo acomodo en mis brazos y lo arrullo suavemente, el pequeño se calma de inmediato, hundiendo su cabecita en mi cuello. Siento ese calorcito en el pecho otra vez.
Entramos a la mansión y el suelo de mármol brilla tanto que casi puedo ver mi reflejo. No me da tiempo de admirar demasiado porque de pronto aparece una mujer rubia, altísima, de piernas largas y sonrisa venenosa. Me recorre con la mirada de arriba a abajo como si quisiera desarmarme.
—Así que tú eres la que se soporta a Eleazar —dice, con un tono cargado de sarcasmo y superioridad.
Me quedo congelada un segundo, ajusto a Ethan en mis brazos y trago saliva. Su mirada me incomoda, pero intento mantenerme firme.
Eleazar suelta una risa corta y sin ganas.
—Siempre tan encantadora, Sofía —responde con ironía, mirándola de reojo.
No pienso dejarme intimidar. Aprieto un poco más a Ethan contra mí y doy un paso al frente, estirando mi mano con decisión.
—Mucho gusto —digo, con una sonrisa tranquila pero firme—. Soy Tatiana, la esposa de Ele.
El silencio se apodera del salón por unos segundos. La rubia arquea una ceja, mirándome como si acabara de escuchar el chiste más absurdo del mundo. No obstante, no tiene más remedio que estrechar mi mano.
—Sofía —responde finalmente, con esa sonrisa forzada que no llega a los ojos—. Qué sorpresa tan… inesperada.
Eleazar se coloca a mi lado y entrelaza su mano con la mía, apretando suavemente, como si me estuviera respaldando frente a ella.
—Ya tendrás tiempo de ponerte al día, Sofía —dice con calma, aunque percibo un filo en su voz—. Ahora mismo quiero que conozcan a mi hijo.
Ella mira a Ethan y sonríe, aunque puedo notar que lo hace más por obligación que por ternura.
Sofía suelta una risa suave, mirando a Ethan.
—Bueno, supongo que ahora tu prioridad es hacer de niñera, ¿no, Ele? —pregunta con tono venenoso—. Nunca imaginé verte con un bebé en brazos.
Yo acaricio la espalda de Ethan, que se ha calmado en mis brazos, y sonrío con dulzura.
—Lo curioso es que a mí sí me cuesta imaginarlo sin ser padre. Se le da de maravilla.
Sofía entrelaza sus brazos, con esa seguridad que parece ensayada, y suelta como si nada:
—Qué raro… porque nosotros nunca hablamos de tener hijos.
La frase cae como un balde de agua helada.
Por un instante, siento que el aire se me atasca en la garganta. Mierda, mierda, mierda… Mi corazón late con fuerza, y solo puedo pensar una cosa: es su exnovia.
Eleazar se tensa a mi lado, lo noto en la presión de su mano sobre la mía. Clava los ojos en Sofía con un gesto que mezcla molestia y advertencia.
—Eso es porque nunca fuiste la mujer indicada —responde con un tono cortante, casi frío.
Antes de que pueda reaccionar o soltarle alguna réplica a Sofía, una voz cálida me sorprende desde el fondo del salón:
—¡Hola, hermosa!
Me giro y veo a una mujer elegante, de unos cincuenta años, con una sonrisa amplia y los brazos extendidos hacia mí. No me da tiempo de pensar nada cuando ya me envuelve en un abrazo apretado, de esos que transmiten cariño sin necesidad de palabras.
—¡Ay, pero qué preciosa! —exclama mientras me toma de las manos—. ¿Puedo cargar a tu hijo?
Trago saliva, pero sonrío y asiento, entregándole a Ethan con cuidado.
—Claro… pero tenga cuidado, todavía es pequeñito.
La tía lo recibe como si llevara años practicando, acunándolo con ternura. Ethan balbucea y hasta suelta una pequeña risita, lo que hace que mi pecho se derrita un poco.
—¡Dios mío, es igualito a Eleazar de bebé! —dice ella, mientras todos alrededor se vuelven a mirar con curiosidad.
Nos sentamos en una de las salas del lugar, con esos sillones enormes tapizados que parecen más de museo que para usarse. Rudy no me suelta, me toma de la mano como si nos conociéramos de toda la vida. Ethan está tranquilo en sus brazos, balbuceando y jugando con el collar de perlas que ella lleva puesto.
—Míralo nada más, ¡qué bebé tan divino! —dice ella, haciendo muecas para hacerlo reír—. Tiene los ojos de Eleazar, no hay duda.