Estoy sentada en el jardín, balanceando a Ethan sobre mis piernas cuando escucho una voz grave detrás de mí.
—Qué cuadro tan… enternecedor.
Me giro y ahí está el señor Kingsley. Su sola presencia me impone. Traje impecable, mirada fría y esa sonrisa tan educada que da más miedo que un grito.
—Señor Kingsley —digo, poniéndome de pie con Ethan en brazos—. No lo escuché llegar.
Él se acerca despacio, con las manos cruzadas detrás de la espalda.
—No te preocupes. No quería interrumpir tu pequeño momento maternal —dice con un tono que gotea ironía—. Eres muy buena actriz, ¿lo sabías?
Trago saliva.
—No entiendo a qué se refiere.
Él suelta una breve risa sin humor.
—Vamos, Tatiana. No me tomes por idiota. Sé perfectamente que no eres la esposa de mi hijo. Ni la madre del niño. —Su mirada se clava en mí—. Y, sinceramente, no pienso permitir que una desconocida juegue a la familia con un Kingsley.
Siento el corazón acelerarse.
—Yo… yo solo estoy cumpliendo con mi parte. No quiero problemas.
El hombre asiente lentamente y saca algo de su chaqueta: un sobre grueso.
—Perfecto. Entonces hagámoslo sencillo. Aquí hay suficiente dinero para que desaparezcas de la vida de mi hijo antes de que regrese de su viaje a la empresa.
Me tiende el sobre como si me ofreciera un veneno envuelto en seda.
Lo miro sin tomarlo.
—¿De verdad cree que puede comprarlo todo?
—No todo —responde, acercándose un paso más—. Pero sí a la mayoría.
Sus ojos se entrecierran—. Y te advierto algo, señorita: si no lo haces por las buenas, lo haré por las malas. No quiero volver a verte cerca de mi nieto… ni de Eleazar.
Siento la garganta cerrarse, pero logro mantenerme firme.
—No soy una amenaza para usted.
Él inclina la cabeza.
—No, pero podrías ser una distracción… y mi hijo no puede permitirse distracciones.
Se da media vuelta y se aleja con la misma calma con la que llegó, dejando tras de sí el silencio más pesado que he sentido en mi vida.
Bajo la mirada hacia Ethan, que me observa con esos ojitos inocentes, y lo abrazo con fuerza.
—Tranquilo, pequeñín… —susurro con la voz temblorosa—. No dejaré que nadie te haga daño, aunque eso signifique irme.
Sigo ahí, sentada en el césped, con Ethan dormido en mis brazos y las lágrimas nublándome la vista. Intento respirar profundo, pero el nudo en mi garganta no se disuelve.
—Tatiana.
Su voz.
La reconozco de inmediato, grave y suave al mismo tiempo.
Me giro y ahí está Eleazar, de pie junto a la puerta del jardín, con las manos en los bolsillos y el ceño ligeramente fruncido.
Su mirada se detiene en mí, luego en Ethan, y enseguida vuelve a mí.
—¿Qué pasa? —pregunta, dando unos pasos hacia adelante—. ¿Estás llorando?
Sacudo la cabeza rápido y paso una mano por mi rostro, fingiendo naturalidad.
—No, no… no es nada —respondo con una sonrisa forzada—. Se me metió algo al ojo, eso es todo.
Él no parece creerme. Se arrodilla frente a mí y me quita un mechón de cabello que el viento ha pegado a mi mejilla.
—¿Algo al ojo? —repite con una media sonrisa—. Vaya excusa más poco convincente.
—Lo digo en serio, Eleazar —susurro, desviando la mirada.
Él suspira, sin insistir.
—Está bien —dice finalmente, acomodando la manta sobre Ethan—. Pero si alguien te hizo sentir mal, me gustaría saberlo.
—Nadie —respondo enseguida, con un hilo de voz.
Durante unos segundos nos quedamos en silencio, solo se escucha el murmullo de las hojas y la respiración tranquila del bebé.
Él me mira con una expresión que no sé descifrar, mezcla de ternura, preocupación y algo más… algo que me asusta reconocer.
—Deberíamos entrar —dice al fin, poniéndose de pie—. Está empezando a refrescar.
Asiento y lo sigo, abrazando un poco más fuerte a Ethan.
Mientras caminamos de regreso hacia la casa, mi mente repite una sola idea como un eco imposible de acallar:
no puedo quedarme, aunque todo en mí desee hacerlo.
Ya dentro, el ambiente se siente más frío que afuera. Ethan duerme plácidamente en mis brazos, y yo aprovecho para dejarlo en la cuna del cuarto. Ajusto la manta con cuidado, pero siento una mirada fija en mí. Me giro.
Eleazar está apoyado en el marco de la puerta, con los brazos cruzados.
—¿Ya empacaste para regresar mañana a casa? —pregunta, con esa voz que intenta sonar casual pero no lo consigue del todo.
Tardo un segundo en responder.
—Sí… —murmuro, sin atreverme a mirarlo directamente—. De hecho, quería hablarte sobre eso.
Él frunce un poco el ceño.
—¿Sobre qué?
Trago saliva.
—No creo que pueda aceptar el trabajo de niñera.
El silencio cae pesado, casi incómodo.
Eleazar da un paso hacia mí.
—¿Qué? —pregunta, como si no hubiera entendido bien—. ¿Por qué? Si tú misma me lo pediste.
Aprieto las manos, sintiendo el corazón en la garganta.
—Porque tengo otras cosas que hacer y… la verdad, no me va a quedar tiempo para ser niñera de Ethan.
Su expresión cambia al instante. De la sorpresa pasa a una molestia contenida, casi imperceptible al principio, pero que poco a poco se deja notar en su mandíbula tensa y en la forma en que me mira.
—Ah, claro —dice con sarcasmo, cruzando los brazos otra vez—. Ahora resulta que estás muy ocupada. ¿Y qué fue lo que te hizo cambiar de opinión tan de repente, Tatiana?
—No es nada personal —respondo rápido, intentando mantenerme firme.
Él suelta una pequeña risa sin humor.
—¿Nada personal? —repite—. Me cuesta creerlo, sobre todo cuando ayer parecías tan segura de querer quedarte.
Desvío la mirada, incapaz de sostener la suya.
—Lo siento, Eleazar. Es lo mejor.
—¿Lo mejor para quién? —pregunta él, con un tono más bajo, dolido.
No contesto. Solo guardo silencio mientras él me observa, como si intentara descifrar algo que no estoy dispuesta a decirle. Finalmente, sacude la cabeza con frustración.