¿madura? ¡las frutas!

Prólogo

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VARIOS AÑOS ANTES...

Lara estaba emocionada y muy ilusionada esperando, en una banca del parque cercano a su casa, a Eduardo, su vecino y novio desde hacía muy poco tiempo.

Ella era apenas una adolescente cuando su mamá falleció y se había tenido que hacer cargo totalmente de la casa y de atender a su papá, además de ir a la escuela. Era Lara quien se encargaba de cocinar, limpiar y lavar la ropa. Su papá era muy estricto con ella y casi no la dejaba salir ni socializar. Que Eduardo, su vecino, se fijara en ella y la empezara a rondar, le había parecido la cosa más maravillosa del mundo. Él era un joven guapísimo, muy agradable, atento y tenía detalles dulces con ella. Siempre se lo encontraba cuando Lara salía a la tienda o a la panadería, conversaba con ella y la acompañaba de regreso a su casa. Poco a poco la fue conquistando y acabó convenciéndola de tener un noviazgo.

Lara no quería que su padre se enterara porque él era exageradamente celoso y controlador. No permitía que ningún hombre se le acercara y si alguno de los choferes de la flotilla de taxis que poseía, se atrevía a coquetear a la joven, era despedido inmediatamente. Quería seguir siendo novia de Eduardo, creía en lo que él le decía de casarse, formar un hogar, tener hijos... ¡Le daba tanta ilusión!

Con una sonrisa, miró cómo Eduardo se acercaba por el parque hacia la banca donde ella esperaba. Cuando estuvo junto a Lara, se inclinó y le dio un breve beso.

— Hola, mi amor. — Le dijo a la joven, entregándole una pequeña flor silvestre que había cortado por el camino. — Discúlpame por demorar. Tenía que terminar un trabajo que me encargaron en la escuela.

— No te preocupes. — Respondió Lara al tiempo que olía la flor casi marchita. — No tenía mucho rato aquí.

Eduardo se sentó junto a ella y la abrazó.

— ¡Cómo me gustaría poder llevarte al cine o a un café! — Dijo con pesar. — Pero, con eso de que tu papá no te deja salir...

— Lo sé... — Musitó ella con un suspiro pesaroso. — Es que no te conoce. Estoy segura de que, en cuanto lo haga, te va a adorar igual que yo.

Eduardo sólo soltó una pequeña risa cargada de ironía.

— Todavía no, mi amor. — Negó tratando de quitarle importancia al asunto. — Vamos a esperar otro poco. Quiero que estés segura de todo esto.

La tomó de la barbilla para levantarle el rostro y la besó.

— ¡Lara! — Un grito los hizo separarse de golpe. — ¿Qué carajos estás haciendo aquí con este vago sin oficio ni beneficio?

Los jóvenes se pusieron de pie inmediatamente y, con horror, descubrieron a don Antonio, el papá de Lara, quien se acercaba furioso hacia donde se encontraba la pareja.

Ella, aterrada, miró a Eduardo quien instintivamente, intentaba alejarse. El señor le cortó el paso y lo señaló con el dedo.

— ¡Que te quede bien claro, maldito vividor! ¡Si te vuelvo a ver con mi hija hago que te metan en la cárcel!

— ¡Papá! — Exclamó la joven. — ¡Eduardo es mi novio!

El hombro soltó una carcajada, cargada de ironía y de desprecio.

— ¡Este muerto de hambre lo único que quiere es seducirte para quedarse con mi dinero! ¿No te das cuenta? ¡Vámonos a la casa y deja de hacer el ridículo! — La tomó del brazo y empezó a caminar casi arrastrándola. De pronto se detuvo y la soltó. — ¡Lo único que quiere, es embarazarte para que luego yo me haga cargo de mantenerlos a ambos!

Eduardo no había dicho una sola palabra, sólo miraba en silencio con algo de miedo en la mirada. El hombre se acercó a él y le habló casi al oído.

— Ten mucho cuidado al caminar por las calles. — Le musitó. — Sería una verdadera pena que fueras atropellado, sin querer, por un auto. ¿Te imaginas?

Sin esperar respuesta, regresó por su hija y se alejó a toda prisa, mientras el joven los miraba con enojo.

— Hijo de puta... — Masculló. — Maldito hijo de puta.

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Lara yacía en su cama llorando desconsoladamente. Luego de encerrarla en la casa, su padre le había gritado durante horas insultando a Eduardo, incluso a ella misma, llamándola ilusa y hasta estúpida. Había acusado a su novio de ser un interesado que sólo quería engatusarla para hacerle un hijo y así poder tener los beneficios que dejaba la flotilla de taxis de don Antonio. Que ese muchacho no la amaba y nunca lo haría, que lo único que quería era el dinero de la familia.

La amenazó con no volverla a dejar salir y se encargó de cortarle toda comunicación con el exterior. ¡Ni siquiera su ventana daba hacia la calle, sino a un patio trasero!

Lo que más le había dolido a la pobre muchacha, fue la total pasividad de Eduardo durante esa discusión en el parque. ¿Por qué no había dicho nada? ¿Por qué no se había enfrentado a su padre para convencerlo de su amor? ¿Por qué no impidió que el hombre se la llevara?

— Eduardo... — Dijo entre sollozos, casi sin voz. — Por favor, mi amor, ven por mí. Demuéstrale a mi papá lo mucho que se equivoca contigo.




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