¿madura? ¡las frutas!

Capítulo 1

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ÉPOCA ACTUAL

Lara se encontraba en una silla junto a la cama de la clínica donde su papá yacía recuperándose de otro infarto. El hombre ya había tenido tres en los últimos dos años y este había sido el más grave de todos.

Miró en su reloj que eran las tres de la madrugada y se acomodó el abrigo que la cubría por encima. Una mirada rápida le indicó que su papá seguía durmiendo, así que ella se puso a divagar.

Aquel terrible día en que la había separado de Eduardo, hacía tantos años, su papá había decidido dejarla encerrada en la casa sin salir para nada ni hablar con nadie. Incluso había cortado la línea telefónica. Para Lara, ese tiempo había sido una verdadera pesadilla hasta que, un día, el hombre llegó a decirle que se arreglara, que iban a salir.

La joven, totalmente asombrada, se pasó el cepillo por los cabellos y salió en silencio de su habitación. Para su sorpresa y desconcierto, simplemente acompañó a su papá a hacer todos los trámites que correspondían hacer ese día: Permisos vehiculares, visitas al taller mecánico, bancos, incluso, estuvo a su lado a la hora del cambio de turno de los choferes, recibiendo los ingresos del día y revisando que los autos estuvieran limpios y en buen estado.

Ella permanecía en silencio todo el tiempo, observando, sólo respondía algún monosílabo cuando su papá le hacía una observación. Al terminar, la llevó a una fonda y comieron juntos para luego regresar a casa.

Al día siguiente, sucedió lo mismo y así los días sucesivos. Los choferes, al principio se mostraban extrañados por la presencia de la joven, pero luego se acostumbraron. Alguno la saludaba amablemente, pero la mayoría la ignoraba y hablaba directamente con don Antonio.

Poco a poco, conforme pasaron los meses, él fue delegando responsabilidades en su hija. Aunque siempre estaba a su lado, la instaba a realizar los trámites o a hablar con los choferes o el mecánico. Su papá sólo intervenía si veía que el trabajador se quería pasar de listo con la muchacha, e incluso, alguno llegó a ser despedido. Lara, a pesar de ser extremadamente introvertida, poco a poco empezó a adquirir aplomo y a tomar decisiones por sí misma, ante el beneplácito de su padre.

La única persona con la que le permitía hablar, era una vecina más o menos de la edad de Lara, llamada Rosaura. Al principio sólo se saludaban y hablaban de cosas simples, como el clima o algún hecho en el vecindario, dado que don Antonio siempre estaba junto a ella. Pero luego se la encontraba al ir a hacer alguna compra a la tienda del barrio y regresaban juntas, conversando. Poco a poco se hicieron amigas y, por ella, fue que se enteró que Eduardo se había casado poco menos de un año después de que Lara y él se separaran y que su esposa ya estaba embarazada, que él no había terminado sus estudios y que trabajaba conduciendo un camión repartidor en una empresa bastante conocida de bebidas gaseosas. El saber que Eduardo la había olvidado tan pronto y que había rehecho su vida casi inmediatamente, casi le hundió de nuevo. Esa noche volvió a llorar hasta el agotamiento, pero al día siguiente se levantó y decidió seguir como si nada hubiera pasado. Se volvió dura, algo insensible, manejaba los negocios de su papá con amabilidad, pero con mano de hierro. Se volvió desconfiada en extremo, cosa que halagaba a don Antonio y cada vez le daba más y más responsabilidades, quedándose él como mero espectador.

Lara ahora pasaba de los cuarenta años y seguía soltera. Jamás había vuelvo a tener un novio. Por Rosaura se enteró que la esposa de Eduardo lo abandonó y le dejó a su hija, que se habían divorciado y que la mujer se desentendió totalmente de ellos. Que él había regresado al barrio y ahora vivía en la casa de sus papás, con la muchacha. En el fondo, abrigó la pequeña esperanza de que él la buscara de nuevo, pero eso nunca sucedió. Lo había visto de lejos en una o dos ocasiones, pero él siempre fingía no verla y se alejaba hacia la dirección contraria, así que, ahogando su dolor y su soledad, Lara se dedicó de lleno a cuidar a su papá y a administrar su flota de taxis.

Don Antonio la había entrenado bien, se había ganado el respeto de los choferes y de los mecánicos con quienes trabajaba. A ninguno se le había dicho que, poco a poco, don Antonio había puesto todos los autos a nombre de ella, las concesiones y también su casa. Cuando el hombre tuvo su primer infarto, comprendió que no tenía la vida comprada y que, si él fallecía, su hija se iba a quedar desprotegida, así que arreglo todas las cosas para que Lara no padeciera en un futuro.

Ella se lo agradeció, pero siguió llevando una vida austera, dedicada totalmente al trabajo. Ni ella ni su papá habían viajado jamás a alguna playa, nunca comían en restaurantes de lujo ni se daban gustos que cualquiera se podría permitir con los ingresos que tenían. Llevaban una vida más bien frugal. ¿Para qué habían trabajado tanto? ¿Para qué habían acumulado el dinero en el banco sin poderlo disfrutar?

Lara, algo entumecida, se levantó de la silla y salió de la habitación y empezó a caminar en silencio por el pasillo. Se acercó a una ventana y observó a través de ella el poco movimiento que había en la calle. Se escuchó la puerta del elevador al abrirse y unos pasos acercándose. La mujer se giró con curiosidad y descubrió que era el señor Farid, uno de los choferes más antiguos y leales de don Antonio.

— Señorita Lara, hola... — Dijo el señor acercándose a ella. — ¿Cómo está el viejo?




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